LA MODISTA
Catalina de Di Pietro no era tan mala.
Pero su mirada de bruja enardecida era más elocuente que el resto de sus gestos
apacibles. Tenía el pelo lacio y entrecano atado en un rodete inmundo a la
altura de la nuca. Un sin fin de horquillas de metal desparramados por toda la
cabeza, no hacían más que aseverar su gesto hosco y punzante. Tenía arruguitas
minúsculas alrededor de la boca, intercaladas con gruesos surcos oscurecidos por el vello
renegrido del embozo. Un rictus de desprecio y altanería se recortaba en la
mueca de su sonrisa, alguna que otra vez suelta a volar en carcajada cuando le
contaban algún chisme que ella ya sabía.
Una bruja. Lo que se diría una
verdadera bruja.
Tenía setenta y tres años y era
jubilada costurera. De ahí sus bigotes afilados en el rictus de la boca repleta
de alfileres punzantes, y esa costumbre de herir en el comentario como aguja
afilada penetrando en la carne de las telas.
Catalina Orellano de Di Pietro era
viuda, además de todo. Y no tenía hijos, para colmo.
Había tomado la costumbre de escuchar
radio todo el día, y había veces en que la dejaba encendida toda la noche, como
compañía. Era tan feo, eso de despertarse en las noches y estar a solas, sin
nadie roncando siquiera en otro cuarto...
Porque a su lado, jamás otro hombre
había dormido. Catalina Orellano de Di Pietro era mujer de un solo hombre, y
cuando quedó viuda, juró que nadie más vendría a su casa a compartir su
esfuerzo de trabajar todo el día encorvada sobre la máquina de coser, noche y
día, día y noche, dándole al pedal sin descanso para satisfacer a todas sus
clientas.
Había tenido suerte. Gracias a esa
clienta pituca que le presentó Dalmira Sosa, le habían caído en tropel una
sarta de cogotudas[i] de Barrio Norte, de ésas
que se mandan la parte diciendo que le compran a Gath y Chaves, pero en
realidad solo van a mirarle las vidrieras y copian los modelos que luego le
traen para que ella cosa. Porque en los barrios esos hay de toda clase de
gente; para todos los gustos y todos los presupuestos. Algunos se quedaron
contando las historias de los padres, de la familia de ricos venida a menos,
que de golpe se quedaron en la vía[ii]
y no les alcanza ni para las expensas. Y bajar el nivel les cuesta. No es como
en el caso de Catalina, que siempre fue pobre, y ya nunca más cambiaría su
suerte. Pobre nació y pobre andaría a los tumbos por la vida, recibiendo apenas
la limosna de la pensión del marido, y la plata de su magra jubilación. Menos
mal que le quedaban algunas buenas clientas todavía, pero la soledad era un
hueso duro de roer, y ella no podía masticarlo ya, de tan gastados que tenía
sus dientes. Las vecinas eran lo único que le quedaba, y ya no las tenía para
comentar sus cuitas, desde el día aquél que se pelearon por el gato de Norma, y
las otras hicieron causa común en su contra. A ella no le gustaron nunca los
gatos, y ese edificio apestaba de gatos por todos lados.
Catalina vivía en el tercer piso de un
antiguo edificio de Piedras al 800[iii].
Desde el vetusto balcón de su departamento, veía los cables del trolley-bus y
siempre le había llamado la atención el chisporroteo de luces que estallaban al
entrechocar los cables con la guía del coche. El piso temblaba de gris y hollín
cada vez que coincidían el trolley pasando por la superficie, recorriendo las
calles sin demasiada prisa, y el subte de la línea A, que frenaba justo debajo
de su casa, para entrar en la estación Belgrano.
Los gatos de las vecinas gritaban toda
la noche en su ventana, cuando el celo las llamaba a la procreación y a la
vida. Tal vez fuera por eso que Catalina no soportaba el griterío de la vida
llamando por más vida. Su cuerpo yermo no conoció de encuentros ni demasiados
celos. Un chasquido de los cuerpos hacía ya tanto tiempo, que ni se acordaba. Y
el infarto de Genaro Di Pietro, en la mitad de la noche, sin despedirse de ella
ni de nadie, sólo el último ronquido tomándose el pecho con las dos manos, en
un intento desesperado de respirar con el último aliento de la vida, mientras
abría los ojos desmesuradamente, para luego caer hacia un costado de la cama,
pesado, inerte, yacente para siempre.
Aquél día, Catalina llamó a cada una
de sus vecinas, en un grito desesperado de auxilio, y nadie acudió. Tuvo que
arreglarse sola con todo, hasta que llegó Floreal, su cuñado que vivía en Villa
Luro. El se encargó de todo, pero las vecinas no aparecieron ni cuando llegó la
ambulancia de la cochería para llevarlo a Chacarita. Lo velaron con el cajón
cerrado hasta las tres de la tarde en la sala de velatorios que quedaba cerca
del Cementerio, y de allí lo llevaron directo a la sepultura. Cuando Catalina
regresó al departamento, Clara y Carmen, las vecinas del segundo, vinieron a
sacarla de la cama para darle el pésame. ¡Habráse visto semejante atropello!
Bastante había vivido ella desde la noche anterior como para no tener derecho a
un buen baño, y acostarse luego a descansar. Las vecinas tenían el resto de la
vida para fingir dolor por la viudez ajena.
Catalina quedó resentida desde aquélla
vez, y después pasó lo de los gatos y sanseacabó. La intolerancia se convirtió
en bronca y con el tiempo, la soledad y los gatos, la bronca devino en odio
incontenido. No podía soportar su soledad en silencio, pero muchas veces
prefería el bullicio de la radio, antes que escuchar la risa de sus vecinas.
Ellas cotorreaban todo el día, iban juntas a la feria de Constitución una vez a
la semana, salían a comprar por Once dos veces al mes, y paseaban a los niños.
Los llevaban a la Escuela, iban a buscarlos por las tardes, paseaban en subte
haciendo todas las combinaciones por la misma plata de un cospel. Y volvían por
la tarde, cansadas y ruidosas, contándole a todo el mundo lo que habían visto y
lo que harían la próxima vez.
Catalina escuchaba Radio Nacional, y
estaba segura de pasear mucho más que nadie por todo el país, escuchando los
mensajes de todo el pueblo, la música de Los Chalchaleros, todo mágicamente
conducido como en un viaje imaginario que terminaba cada noche con la música
clásica que más le gustaba.
Catalina tenía su sala de costura en
la habitación de servicio, y desde allí controlaba todo el movimiento de los
balcones interiores de todos los edificios de la calle de atrás.
Su taller era el refugio donde pasaba
la mayor parte del día, y muchas, muchas horas de la noche, cuando el pedido
apurado de alguna clienta le demandaba robarle horas al sueño y sumergirse en
la pasión de la tijera y los hilos, los moldes y el sulfilado. Los dedos de
Catalina eran diestros en eso de pasar el punto flojo, hacer costura francesa y
bordar ojales. Para eso se necesitaba paciencia y buena vista. Y a Catalina de
Di Pietro le sobraban de las dos. Tenía que tener mucha paciencia para aguantar
las veleidades de las clientas, los berrinches de la señora de Carreño, que se
creía exquisita y terminaba portando mamarrachos al bies para gente más joven
que ella. Pero Catalina les daba la razón. Más paciencia tenía que tener para
soportar a sus vecinas, harpías totales que vivían chusmeando en los pasillos,
y la saludaban como de favor. Pero ella no ignoraba que le tenían estudiados
todos los movimientos. Sabían del día en que venía la empleada que le ayudaba
con la limpieza de la casa, una vez por semana, desde que había tenido aquel
problema de columna que la dejó tan dolorida. Y estaba casi segura que algo le
preguntaban a la empleada cuando llegaba o cuando se iba. Sobre todo Carmen, la
turca esa que se las daba de madame y era una pobre infeliz. La tenía bien
estudiada. Nadie mejor que ella sabía los pasos que daba la turca. Catalina
llevaba años observando el movimiento de cada uno en esa casa vetusta y
arruinada, con olor a moho por todos los rincones.
Desde la ventana de su sala de
costura, veía siempre cuando la turca hablaba por teléfono al ratito que salía
su marido. Los miércoles y los viernes, a eso de las nueve de la mañana, el
marido venía a la cocina, abrazaba a la turca por la cintura, le daba un beso y
salía, arreglándose la corbata en el espejo de la repisa del comedor. Carmen
cerraba la puerta, se acomodaba la ropa en un fugaz pero prolijo movimiento de
las manos, y llegaba hasta el teléfono.
Hablaba brevemente. Luego cortaba y desaparecía, apagando tras de si la luz de
la cocina. Todos los departamentos tenían el mismo problema: eran cómodos pero
oscuros, y daban a un pozo de luz todas las cocinas de la cuadra, en un inmundo
aquelarre de olores y ruidos de todas las vajillas a la misma hora.
Catalina hacía los moldes de la ropa
de sus clientas sobre la mesa grande del comedor, y así fue que un día
descubrió la luz encendida en el dormitorio de Carmen, y un movimiento acompasado
de brazos desnudos quitándose la ropa, acomodándose el pelo, desvistiendo el
torso de un hombre...
Catalina no daba crédito a sus ojos.
De pronto, la luz se apagó y no tuvo más remedio que volver a lo suyo. Un odio
incipiente roció de amargura el tronco de su voz, y no pudo cantar al compás de
la radio. La muy perra... Seguro que era ese a quién llamaba cada vez que el
marido se iba a trabajar.
- No hay derecho-, pensó en voz alta,
a la vez que buscaba el lado bueno de la tela para apoyar los moldes del
tailleur. En realidad, el crèpe de chinè daba lo mismo de un lado que del otro
para el corte, así que no había nada más que marcar con la tiza y pinchar
algunos alfileres salteados. El punto flojo se pasaba en un santiamén. Y toda
esa operación, en falda y saco, debería pasarla apoyada sobre la mesa, así que
cada tanto bajaba sus anteojos hasta la punta de la nariz, y se dejaba tentar
por la curiosidad.
Pasó un rato largo hasta que volvieron
a encender la luz, y otra vez oyó la risa despreocupada de la turca meciendo en
cascada los rulos de la nuca, mientras
el hombre desnudo aún, caminaba hacia afuera de la habitación.
Si no fuera que tenía apuro por la
entrega del tailleur, se hubiera quedado el día entero espiando... ¡Qué asco!
Esa turca inmunda y falsa que engañaba a todos con su porte de señora y ahí
estaba, fregándose entera en el cuerpo de otro hombre...
De pronto, una mezcla de humores se
agitó en su cuerpo y ya no supo donde quedaba la ira y donde el estrógeno
enmudecido de su cuerpo. Sintió pudor y malicia al mismo tiempo. Pudo imaginar
los gemidos, la alegría incontenida, el entrechocar de esos cuerpos disfrutando
de alguna manera lo que a ella se le hizo olvido y polvareda y hojarasca
enmohecida... Sintió envidia y rencor al mismo tiempo. A los 73 años, repasó de
golpe y en silencio el páramo de su vida. No hubo soles, ni cerezos florecidos,
ni canto de cigarras, ni luna llena amanecida sobre las aguas del río. Solo
alfileres, tijeras, agujas e hilos, que a pesar de la jubilación, no podía apartar
de su vida para no quedar vacía.
Después, la sucesión de miércoles y
viernes fueron dando el mismo resultado, los mismos horarios, el idéntico
ritual.
Por más que quería enfrascarse en su
trabajo, no podía concentrarse. Iba y venía a cada rato, observando primero por
la salita de costura, luego por la ventana del comedor. Podía intuir a cada
instante lo que estaba pasando en la casa de la turca.
Catalina comenzó a sentir la necesidad
de contárselo a alguien, pero a quién? No tenía amigas, no tenía familiares
cercanos a su vida, no hablaba con nadie más que -de tanto en tanto- con la
mujer de Pancho, el plomero de la otra cuadra. Sabía encontrarla en la
carnicería los jueves a la mañana, y se habían entendido bastante bien desde el
primer día que ambas supieron del gusto compartido por la programación de Radio
Nacional. La mujer de Pancho seguía un espacio que se llamaba "El libro
leído para Usted", y así se enteraba de autores y temas que jamás hubiera
sospechado, a no ser por la radio. Después de las 4 de la tarde, había media
hora de espacio abierto donde los oyentes podían llamar y hacer sus
comentarios.
Catalina hervía de ganas de contar su
secreto a alguien. No podía soportar ese bochinche dentro suyo, mezcla de
pudores no resueltos y de melancolía por el tiempo que perdió. Qué derecho
tenía la turca Carmen de disfrutar de a dos, los hombres que ella no pudo? Qué pena tan profunda
sentía por ese hombre que regresaba del trabajo puntualmente a las ocho y media
de la noche, y abrazaba otra vez a la turca por la cintura, y una maraña de
rulos de desgranaba entre su pecho, la besaba despacito y desaparecía.
Catalina no podía más. Un día, cuando
terminó la programación de las tres de la tarde, llamó a la radio.
- Quiero contar algo que me inquieta-,
dijo Catalina disimulando la voz.
- Relacionado con el cuento de hoy?-
respondió el conductor del programa.
- Si y no. Usted verá. Se trata de la
historia de una vecina y sus infidelidades- respondió Catalina, ahogando sus
pasiones.
Así comenzó, y luego se hizo rutina.
Los miércoles y los viernes llamaba Catalina a la radio para contar sus
chismes. Lo que en un principio fue desahogo, se convirtió en telaraña
maliciosa, a la que cada día agregaba un ingrediente especial.
Pasó a ser la novela de Catalina,
breve, acaso solo unas palabras cuidadosamente elegidas.
Un jueves se encontró con la mujer de
Pancho en la carnicería. Primero con sutileza, más atrevida luego, la mujer
comenzó a hablar del tema de los llamados a la radio. Catalina no supo qué
hacer. Su vanidad dejó entrever alguna coincidencia, pero rápidamente intentó
cambiar el tema. Alguna vez podía llevarse algún aplauso, pero tuvo miedo de
ser descubierta y pasar por demasiado antigua. Tal vez, en estos tiempos, eso
fuera lo de menos...
La mujer de Pancho continuó,
inquisidora. Quería averiguar detalles del hombre, saber más datos de la turca.
Por algún motivo, la voz de Catalina le sonaba tan parecida a la de los
llamados...
Dos jueves más se encontraron después
de aquélla vez. Pero Catalina no podía dar demasiados datos. No podía ver
demasiado bien al hombre, sólo de atrás, siempre esos glúteos jóvenes
bamboleándose en el andar hacia afuera del cuarto, para desaparecer luego
cuando la turca apagaba la luz.
El último jueves notó muy nerviosa a
la mujer de Pancho. Quería preguntarle cosas pero era como si no se animara. No
tenía dudas que era Catalina la que hablaba a la radio. Por más que Catalina se
hiciera la desentendida, había datos muy elocuentes que a ella no se le
escapaban. A veces, la radio hacía descargas mientras ella hablaba por
teléfono, pero no eran las descargas de la radio... Casi, casi, podría asegurar
que eran las descargas del trolley justo a la altura de su casa.
Catalina no podía entender las
intrigas de la mujer. Demasiado chusma, pensó. Qué raro. Una mujer joven,
bastante ocupada con los niños, con la escuela, con tanta cosa diferente a la
historia de ella. El próximo jueves le contaría que era ella. Total, con
alguien así podía compartir su secreto.
Un ligero temblor cruzó por su cuerpo
al darse cuenta a cuánta gente tendría intrigada con su llamado a la radio. Por
fin, alguna vez en la vida, había logrado despertar curiosidad en alguien.
Ese miércoles, el botón del baño de la
casa de Catalina perdía como a chorros. Tendría que llamar al plomero, pensó-.
Intentó en vano arreglar el flotante, hasta que se dio cuenta que la falla
venía de otra parte. Sola no podría. Miró por la ventana de su taller, y vio a
la turca en bata desayunando con el marido en la cocina. Pasó por el baño y
decidió cortar la llave de paso. Por ahí, con eso era suficiente. Ese día
tendría que apurarse con el vestido de fiesta de la señora Constantini. Lo
quería para el sábado, sin falta. Llamó al plomero, y atendió su mujer.
- Por favor- le dijo- necesito que me
mande a Pancho. Tengo una pérdida en el water.
- Vió que era usted la que habla a la
radio?- contestó la mujer del otro lado de la línea-. - Reconocí su voz.
Catalina cedió. Después de todo, tarde
o temprano se lo contaría.
- Pero mire que sólo se lo cuento a
Ud., eh?- recomendó quizás en la esperanza que le hicieran precio en el
arreglo.
- Pancho ya sale. Ya le doy su
mensaje- dijo por fin la mujer, luego de un buen rato de conversación
Catalina regresó a su costura, no sin antes pasar por el
comedor. El cuarto de enfrente aún estaba a oscuras.
Enfrascada en la radio y su costura,
no advirtió la hora que era. Fue al baño, y estaba todo inundado. Una catarata
manaba de la pared, a la altura del depósito. Impaciente, corrió al teléfono y
llamó de nuevo a Pancho.
- Pero cómo, todavía no fué? -dijo la
mujer entrecortadamente.
- No. Por favor, mándelo urgente. Se
me va a inundar todo el departamento- dijo Catalina preocupada, mientras
alcanzaba a ver que se encendía la luz del cuarto de la turca.
- Está bien, dijo la mujer. Veré cómo
lo ubico-. Y cortó.
Catalina se había puesto nerviosa.
Ahora que le había contado todo a la mujer de Pancho, ya casi no le interesaba
espiar a la turca. Ya todo el mundo sabía que era detestable, así que su odio
estaba repartido entre todos los que conocían la historia. Pobre turca, si
supiera todos los que conocían su secreto... Ni se imaginaría nunca que esta
vieja era partícipe de sus inmundicias terrenales. Y ese odio etrusco que le
prodigaba, bien merecido se lo tenía por desgraciada.
Mejor sería traer el vestido de la
señora Constantini a la mesa del comedor. Allí trabajaría mejor y podría
tenerlo listo para la hora de prueba. Eso, mientras el plomero no tomara
demasiado tiempo con el arreglo del baño... quién sabe cuánto le cobraría...
De pronto, un movimiento extraño agitó
la calma del cuarto de la turca. Se acercó a la ventana y Catalina pudo verla
con los senos desnudos, cubriéndose el torso con la cortina. La vio agitarse,
quiso ver mejor, y al punto se oyó un disparo. Otra mujer cobró vida entonces
en el marco de la ventana, y por un instante creyó que la conocía. Por primera
vez vio al hombre de frente, desnudo, pero tan de cerca que solo conoció el
pecho y la sombra oscura de los vellos del vientre. El hombre se abalanzó sobre
la mujer, ella se deslizó hacia atrás, extendió los brazos empuñando el arma, y
otro disparo sonó enfrente. De golpe, un ruido a vidrios rotos estalló por
todas partes, y Catalina sintió que su barbilla estaba floja, la boca entreabierta,
casi jadeaba de espanto.
Alcanzó a ver una mata de pelo
agitándose en el aire junto a algo dentro del cuarto de la turca. Se apagó la
luz, y todo quedó en silencio.
Catalina no sabía qué hacer... Sintió
ganas de orinar y de pronto recordó que el baño estaba hecho un desastre.
Recordó al plomero. No tenía idea del tiempo que esperó. Llamó otra vez, pero
no contestaba nadie.
Señora de Constantini? - preguntó por
teléfono a las cinco de la tarde. -Habla Catalina de Di Pietro, su modista.
Sería tan amable de esperarme por la prueba en su casa?
Tengo una pérdida de agua y el plomero
no llega, no se qué pasa...
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