TIEMPO
Todo pasa, decían los paganos.
Todo se termina con la prontitud de un grano de
arena que se filtra en el reloj del
mundo.
Ella lo creía así. Lo presentía de ese modo. Pero su
ascética persona, ese espíritu gótico que se elevaba sin pausa, le impedía
aceptar la sarcástica posición trascendente.
La belleza, la armonía interior del alma humana, no puede
existir solo un momento. Como no puede apagarse, ciegamente, el solaz leprosario del universo entero.
Con todo su humano entendimiento hecho hormiguero, indagó
en el escondrijo la inquietud de esa vivencia muerta.
Nada podía negárselo.
Nada lograba calmar su sed de reniegos. Y sin embargo,
nada le aseguraba esa otra realidad que la realidad le gritaba como un eco
somnoliento sin revés ni respuesta que la convenciera.
Estaba muerto.
Para siempre. O quizá para nunca; nunca podría
reconocerlo.
Ese nunca que alejó siempre y siempre le respondió nunca.
Y lo siguió buscando por las calles, por los cielos… en el canto de los mirlos
que inundaron aquellos huertos… aquellos huertos que la esperanza de verlo le
florecía lirios a su corazón descompuesto.
Y lo veía en las tardes de ese lejano pueblo donde su
frescura cándida, por extraño sortilegio, se teñía de luna cuando el ocaso era
noche en las mañanas de enero.
Lo buscó por los escondrijos del recuerdo; por la quietud
del pensamiento. Y lo halló esperándola en la tranquilidad del tiempo. Y lo
encontró aguardando su sonrisa de pueblo, su transparencia serena,
En un rinconcito del mundo, en rostro de un pasajero de
la vida que se encaramaba resuelto al velero de su búsqueda sin remedio.
No estaba.
Nunca.
Ya jamás…
Si el todo nunca acaba… dónde lo escondió el viento?
Dónde lo tendrá guardado el tiempo?
En el sarcófago inmutable de un septiembre que no quiso
esperar su vuelo.
En la esperanza fallida de un sin más ni consuelo.
En el doblez irreversible del tiempo.
Irremediablemente…
Por siempre, muerto…
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