LA MENTE EN BLANCO Y LA PIRAMIDE
Judith estaba con su amiga. La de la mente en blanco. Venían caminando por una casa grande, algo así como una escuela antigua, con un patio central donde confluían todos los salones. La amiga le decía algo insistentemente. Pero Judith seguía ensimismada en su idea. Le habían robado la pirámide, y ella estaba segura de poder hallarla. Su amiga sonreía, incrédula, mientras caminaban por la galería interior de aquélla casa. Unas columnas de hierro antiguas sostenían el techo de chapa ornamentado en orlas que hacía de resguardo para la tarde lluviosa de aquél patio. Cuando iban llegando a la puerta de una de las habitaciones, la amiga de Judith se detuvo, giró hacia atrás, y se acomodó el saco de lana que llevaba puesto sobre los hombros. En ese momento las vi. Judith extrajo un arma del bolsillo de su blazer, y apuntó.
Desde algún sitio, yo supe que adentro había un hombre metido en una cama de cobijas claras. No alcancé a ver su rostro. Sólo una forma de cabeza despeinada emergiendo de entre las sábanas, y a los pies de la cama, una forma de niño sentado, de espaldas. Judith apuntó segura, su amiga ya no estaba.
De golpe, comencé a dar gritos, espantada, pidiéndole que no tirara. Pero Judith estaba segura de hacer lo que quería, y no dudó. Comenzó a disparar una y otra vez hacia la cama, y yo gritaba cada vez más fuerte, pero el eco de mis gritos se hacía humo en volutas por entre las columnas de la galería. Judith no me escuchaba.
- Por favor, no le tires! Judith, no! ¡No dispares!, grité de golpe, corriendo, y el pelo a montones se metía en mi boca como en bocanadas de seda que me ahogaba.
Judith se dio vuelta hacia mí, sonrió mirándome, y guardó el arma nuevamente en el bolsillo de su saco. Me acerqué agitadísima, la tomé por los codos, y cuando la toqué, el marrón de las mangas de su blazer pasó a formar parte del color de mis manos. Ella comenzó a reír a carcajadas, mientras me miraba con los ojos serenos, sin culpa, como si no hubiera ocurrido nada.
- Qué hiciste, Judith, qué hiciste? -pregunté como tarada.
Desde algún otro lugar, supe que no había hecho nada.
Ella introdujo su mano en el bolsillo donde había guardado el arma, y extrajo una pirámide de mármol veteada.
- Por suerte, la traía conmigo -me dijo, y nos fuimos a buscar a su amiga, que seguía apoyada en el marco de la ventana.-
Judith estaba con su amiga. La de la mente en blanco. Venían caminando por una casa grande, algo así como una escuela antigua, con un patio central donde confluían todos los salones. La amiga le decía algo insistentemente. Pero Judith seguía ensimismada en su idea. Le habían robado la pirámide, y ella estaba segura de poder hallarla. Su amiga sonreía, incrédula, mientras caminaban por la galería interior de aquélla casa. Unas columnas de hierro antiguas sostenían el techo de chapa ornamentado en orlas que hacía de resguardo para la tarde lluviosa de aquél patio. Cuando iban llegando a la puerta de una de las habitaciones, la amiga de Judith se detuvo, giró hacia atrás, y se acomodó el saco de lana que llevaba puesto sobre los hombros. En ese momento las vi. Judith extrajo un arma del bolsillo de su blazer, y apuntó.
Desde algún sitio, yo supe que adentro había un hombre metido en una cama de cobijas claras. No alcancé a ver su rostro. Sólo una forma de cabeza despeinada emergiendo de entre las sábanas, y a los pies de la cama, una forma de niño sentado, de espaldas. Judith apuntó segura, su amiga ya no estaba.
De golpe, comencé a dar gritos, espantada, pidiéndole que no tirara. Pero Judith estaba segura de hacer lo que quería, y no dudó. Comenzó a disparar una y otra vez hacia la cama, y yo gritaba cada vez más fuerte, pero el eco de mis gritos se hacía humo en volutas por entre las columnas de la galería. Judith no me escuchaba.
- Por favor, no le tires! Judith, no! ¡No dispares!, grité de golpe, corriendo, y el pelo a montones se metía en mi boca como en bocanadas de seda que me ahogaba.
Judith se dio vuelta hacia mí, sonrió mirándome, y guardó el arma nuevamente en el bolsillo de su saco. Me acerqué agitadísima, la tomé por los codos, y cuando la toqué, el marrón de las mangas de su blazer pasó a formar parte del color de mis manos. Ella comenzó a reír a carcajadas, mientras me miraba con los ojos serenos, sin culpa, como si no hubiera ocurrido nada.
- Qué hiciste, Judith, qué hiciste? -pregunté como tarada.
Desde algún otro lugar, supe que no había hecho nada.
Ella introdujo su mano en el bolsillo donde había guardado el arma, y extrajo una pirámide de mármol veteada.
- Por suerte, la traía conmigo -me dijo, y nos fuimos a buscar a su amiga, que seguía apoyada en el marco de la ventana.-
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