lunes, 4 de noviembre de 2013

POESÌA III

POESÍA III


Sobre mi regazo
acomodé tu espalda.
Incliné tu cabeza en el cuenco
de mi brazo
izquierdo.
Pasé mis dedos
desenredando la maraña
de tu pelo.
Besé tu frente,
cada uno de tus ojos,
apenas rocé tu boca
con mi beso.
Un nido de mariposas gualdas
echó a volar
en el centro de mi pecho.
Te amé en silencio.
Acompañando
los latidos de todo el cuerpo
sentí latir mi vientre
entre tu aliento.
Besé
la palma de tus manos,
cada uno de tus dedos.
Sentí el calor
arrebolado
de tu cuerpo,
la energía del cosmos
atrapada en mi regazo,
el temblor  de soles y volcanes
derramando lava en las  simientes.
Cerré los ojos.
Eché hacia atrás mi cerviz
 y gocé sin verte.
Sin tenerte,
estabas ahí,
entre los pliegues de mi anhelo,
agazapado,
trémulo de amor desconocido,
tímido
hasta el ocaso del día siguiente.
Por todo eso
y mucho más
te amé esa tarde
y otra,
y otra más, silente,
hasta - por fin –

tenerte.

NADA

NADA

Ya nada es importante
Sólo buscar entre la nada
Inerte,
Creyendo encontrar
La plena virtud
Inconsistente.
Mirar en el cielo
De esta plaza.
Alcanzar
Tan sólo la mirada
De algún duende
Prendido en la tiniebla
Del crepúsculo
En la hora ésta,
Eterna
Y acabada,
De repetir silencios
Y guardas reverentes.
Sentir el soplo del viento
En una vida que
Comienza,
La triste melodía de una cítara,
El acabado y recóndito vuelo
De mariposas aladas
En el último resplandor
Del universo.
Mientras tanto,
La nada.


LAURA

LAURA, MI AMIGA.

No se qué decirte.
Que te extraño.
Que te busqué  en la plaza de esta tarde, con este sentimiento inocuo de buscarte porque si, porque no me acostumbro a pensar que te fuiste sin siquiera despedirte.
Acaso como fue tu vida de siempre, en el aparecer pendular de tu presencia que se ocultaba de repente porque estabas triste, por tu angustia duradera a pesar de tu inquietud por hacer de tu vida algo más que el telar de artesanías donde nunca lograste entrelazar tus sueños.
Pero te fuiste.
Y yo me embarqué en el velero de la duda preguntándome mil veces si hubiera podido retenerte. Si hubiera logrado hacer que te quedaras aún cuando tus ojos se apagaban cada día un poco más en la amargura solitaria de tu juventud sin compartir.
De tu miedo perpetuo a no poder perpetuarte en hijos.
En tu enfermedad constante que se iba quebrando en lirios de muselina con el paso de los días.
En tu no poder quedarte ni un solo momento quieta, porque la quietud detiene el devenir de la vida.
Contradicción.
Contradecirte una y cien veces en tu pasado infeliz; que no lo fue por alcohol, no por drogas, no por sexo en demasía, pero te comía la insulina en cada jeringa que quedaba vacía, y vos por un rato menos vacía, o más vacía, ya no lo se.
O más llena de tristezas.
O más carente de fuerzas.
O más repleta de ideas que bullían en un corazón empecinado a no agrandarse más. Porque ya no se podía. Porque de todo lo que dabas, de todo lo que diste, siempre quedó la marca en tu corazón, o tu corazón impreso en otro sello, en el  del que recibía.
Laura.
A qué buscarte.
Si la ciudad ya no te nombra.
Si la ciudad sin Laura perteneció siempre a los catafalcos de libros de todos y de nadie en la noctámbula Avenida Corrientes, de este Buenos Aires que te quedaba chico, te oprimía.
A qué buscarte en el florista de la puerta de tu casa, que cada vez que me encuentra mira en mis ojos la soledad de tu partida. Y ya no le alcanzan los jazmines para endulzar mi recuerdo. De tantos recuerdos tristes me he quedado sin jazmines. Y la noche de Buenos Aires era una excusa oscura para alejar tus penas en la calles sin penumbras.
Y caminar tus calles, y repisar tus pasos, y encontrar el eco de tu amistad compartida. De tu mirarme desde el fondo de tu identidad perdida; de tu caminar ligero, sobre las veredas rotas y tocar el timbre, queda, esperando ser recibida con la cabeza chorreando, empapada de neblina.
Laura.
No puedo entender tu ausencia.
No puedo esperar que vuelvas, y te busco en cada voz que resuena en mis esquinas, donde te busco y no te encuentro, donde te encuentro sin buscarte, porque estás en cada cosa que tocaste y me quedó de todas las Lauras, la mejor. La de mi mente. La de mi corazón.
La del recuerdo.
La del pensarte sin olvidar jamás de tu miedo por tener que irte un día y no encontrarnos más, café por medio, a través del humo que te comía los pulmones pero calmaba tu ansiedad.
Una ansiedad poblada de fantasmas que divagaban por manicomios blancos donde todas las puertas  se abrían a tu sueño, y no supiste entender que era la eternidad.
Tenías miedo a las heridas que la gente hace a la gente porque es así, a quién le importa encontrarte tirado y vencido, sin ganas de luchar. Y ver pasar los días, hasta los años, quizás, con una rutina perenne de eucalipto plantado al azar.
Y sentir tu soledad.
Y medir tu miedo.
Y aplacar tu mal.
Y buscar tu mano y ayudarte a dar. Y correr el riesgo de golpear tu puerta y encontrarte mal.
Y verte.
Y hablarte.
Y ayudar a ayudarte.
Y leer juntas a Adán Buenosayres, y a Benedetti porque daba ganas de pelear. De jugarse a la vida, de animarse a recorrer los caminos que tus treinta años de vivir peleando, te hicieron dura en tu dureza, cayo de hiel que resbalaba arena y no te dejaba prender del que querías, por las dudas.
Porque a lo mejor, fallaba.
Laura.
Por qué?
Ahora, mientras afuera el viento arrulla un sueño de torcazas, veo una hoja de papel amarillento como el  tiempo que a la deriva vuela. El parque verde va acostumbrándose al otoño imperturbable, que lentamente irá cubriéndolo todo. Los árboles y el pasto, las hojas y los pájaros, y hasta el color del sol será un color de otoño cuando el olor de la tierra anuncie su color.
Sin embargo, vacía estoy con el lenguaje de tu ausencia. Como en Mayo 27, te acordás?
He quedado vacía de tu hoy, vacía de tu esencia, rumor de pasos huecos en el pasillo de tu casa, de mi casa, del recuerdo.
He querido decirte tantas cosas, pero sólo me sale al encuentro un gusto amargo en la comisura de mi boca.
No he podido contarte del enjambre de abejas pequeñas que descubrí en un paseo, y ahora lo siento aquí dentro, en el lugar donde mi alma le cedió espacio al tiempo.
He querido decirte que miré al cielo de Buenos Aires una tarde y el sol de invierno en las sombras de los árboles me devolvió tu silencio. Y sentí que me perdía en una ciudad tan grande, que me dejó sin vos, mi amiga en la esperanza, mi hermana en el dolor.
Después pasé por la plaza. Esa plaza de invierno, de juegos para niños, de jubilados sin ritmo, de sol blanquecino en las hamacas y en los triciclos.
La plaza donde vos llevabas a Victoria (qué contrasentido! Ni siquiera ésa fue tu victoria). Y yo paseaba a mi hijo.
(Qué habrá sido del padre de Victoria cuando terminó la represión, el punto final, el nunca más, todo eso…!)
(Qué será de Victoria ahora, a más de treinta años de aquéllos días de sol y paseos en la plaza…)
Mi hijo, Laura. Que vos mirabas celosa, que sostenías en bamboleante cadencia de pasos primerizos, que vos cuidaste afanosa, por presentir que no tendrías un hijo.
Mi hijo, que aprendió a caminar el día que vos partiste.
Yo, que abrí mi mano para que él aprendiera a dominar sus pasos.
Vos, que abriste tus manos al amparo de Dios.
Ni siquiera se si te acordaste de Dios en ese instante.
Ni siquiera se cuál fue tu Dios, a lo largo de tu vida. Y sin embargo, me quedé con tu Cruz…
Ahora, mientras siento el otoño en el canto quedo de los mirlos, otro gusto amargo se filtra por el surco de mi cara. Apenas un profundo embargo por la soledad de tu partida. Como si resultara escaso. Como si fuera poco eso, para saber que no estarás más.
Una angustia perpetua en la salacidad de mi retina empecinada en recrear tu imagen cada vez que el recuerdo te trae a mi cabeza, y mi mente queda chica para albergar tanto recuerdo.
Laura.
Me acuerdo de tus manos.
Me acuerdo de tus pasos por el corredor del tiempo.
Me acuerdo de tus ojos sacudidos de llanto bajo tu pelo lacio, porque te daba lástima el sufrimiento del mundo y de la gente inocente, que no tenía idea del mandato pérfido de sufrimiento de aquellos días.
Me acuerdo de tu llanto por tenerlo todo y estar vacía al mismo tiempo.
Ahora, mientras una tímida araña entreteje despacio la razón de su vida, a través de mi llanto puedo ver la perfección de su tarea. Para eso nace. Y lo acepta. Tal vez, porque no sabe de otra cosa más que de moscas y de insectos, de huevecillos y de hijos. Sus hijos. Los hijos de la araña. Como cualquier hijo.
Yo, pobre yo que aprendí de letras y derechos, no logro hilvanar la imperfección de mi existencia.
No puedo acostumbrarme a la soledad de mis diálogos sin vos.
No puedo comprender que los huecos de la gente que queremos no vuelven a llenarse con más gente.
Me cuesta aceptar lo que conozco. Me cuesta reconocer que el polvo que se lleva el viento no vuelve a reunirse en el mismo cuenco.
Que la vida siempre nos deja imágenes vacías.
Que las formas se derriten en el crisol de la vida misma.
Que el huso volverá a entretejer la fibra, quedamente, hasta que de vos no quede más que una pálida sonrisa evocando el ayer de tu amistad, paloma al vuelo en aleteo de plumas blancas en busca de tu ansiada  libertad.-



POEMAS V

POEMAS V

La realidad es ahora
Un puñado de jazmines
Envolviendo
De fragancias el recuerdo
De tu arrullo,
La empecinada urgencia
De mi piel
Clamando por tus
Manos.
El regocijo de mi boca
Nombrándote
En el beso.
Saber que sos,
Acaso, que serás.
No se hasta cuándo.
Si de seguro
Estabas,
Agazapado en la alquimias,
Virtuoso por saber
Quedarte
Prendido
En mi inocencia
De no saber que estabas.
Y esta locura
Mía
De querer quererte
Y esta
Ingenua
Manera de mirarte,
Con los ojos del alma
Que son los que
Te quieren.
Con las manos del ángel
Que me ayudan
A evocarte.




POESÌA II

POESIA II

Abrí mis manos.
Paloma tibia,
Voló apenas sobre la fuente.
Posó sus alas, queda;
Bebió en silencio
Mirando apenas
El trémulo sentir
De mil alas
Agitándose en la bruma.
Abrí mis manos.
No había otra alternativa.
Voló sin ganas;
Apenas agitó sus alas.
Sacudió el tedio de la tarde
Plena.
No había más
Para seguir quedándose.
Ya todo estaba dicho.
Sólo una triste soledad
Aquietó mi alma
Que ya casi
Estaba descarnada.
Ya casi
No había alma.
Sólo un leve aleteo
De palomas –quedas-
Quedándome en el alma
Para enjugar
Mi llanto

Con sus alas.

LAS MASCARAS

LAS MÁSCARAS

Lic. María Inés MALCHIODI
Becaria BAS XXI
Literatura



Cae el sol sobre la playa de una de las islas próximas a Bali. El mar es un remanso de espumas apenas lamiendo las arenas. Son los últimos destellos de luz en el horizonte cercano de un sinnúmero de islas en las que el hombre habita. El ocaso, en un impecable cenit rojizo de índigo bordeado en las silenciosas formas de las nubes, está llamando a la noche para celebrar la pausa.

Sobre la arena, apenas sigilosas, las formas de los hombres se extienden en su danza de máscaras y tambores, en un ritual repetido cada día para recordar la promesa de fecundidad, de gratitud, de vida. Este ritual, celebrado cada día al caer la tarde, en Bali como en la casi totalidad de las islas que la rodean y que conforman la superficie de Indonesia,  tienen la connotación propiciatoria para la elaboración de las telas trabajadas con la técnica del batik.
Elaboradas en madera,  pintadas con colores brillantes, las máscaras cubren el rostro de los bailarines que ejecutan su danza sobre la arena acompañados por mujeres ataviadas con rojos ibiscus en su cabeza y guirnaldas de flores blancas y amarillas sobre el pecho desnudo, apenas tapados los cuerpos por telas de diseños batik. Se trata de manifestarle a los dioses la gratitud por el día que termina, la productividad de su tarea creativa y repetida en una sucesión de gotas de cera virgen desparramadas con rutina sobre la tela de algodón o seda, con la parsimoniosa lentitud de su técnica  que atravesó los siglos. La pausa es la cadencia que imprimen en su impronta de repetir los motivos en las telas que los llevarán a la concreción de su tarea. Y al terminar cada jornada, la danza de máscaras sobre la arena tendrá la virtud de agradecer a los dioses por otro día de trabajo, porque solo la gratitud y el ritual propiciatorio brindarán otra jornada, la del nuevo día, con la esperanza de agradar a los dioses, tener más labores, continuar con la gracia de las celebraciones.

No interesa cuál sea la cara interior de la máscara. No se sabe en realidad a quien pertenece el cuerpo que danza al compás de los sonidos que se mezclan con las olas. La máscara muestra su sonrisa, su alegría, su semblante. Los dioses sólo sabrán de ellos a través de la máscara que cubre los rostros, y devolverán las gracias que se pedían. El sonido del mar es una cadencia de fondo para este ritual primitivo, permanente, persistente. El movimiento de los cuerpos va sugiriendo las formas de los mantras, de las oraciones, de la plegaria, de los símbolos. La máscara, elemento esencial de los ritos y de las representaciones religiosas, cumplen con la función de ocultar lo que no se puede mostrar.

En la casi totalidad de las sociedades de la Polinesia, si bien la identidad del portador de las máscaras debe permanecer secreta, la máscara en cuanto a tal se hace pública asumiendo la forma de las representaciones de aquello que se quiere concretizar. Las máscaras que representan personajes humanos, intervienen en Mabuiag, en Oceanía, en el curso de las fiestas que señalan el momento de la recolección. Los hombres que danzan con la máscara que representa la forma de un pez sierra, forman parte de un rito destinado a provocar la llegada de la estación de las lluvias.  En Nueva Caledonia, la máscara conlleva un factor religioso, con representaciones de personajes mitológicos concretos. A veces, los hombres enmascarados participan de ciertos ritos funerarios y se les designa con el nombre del árbol cuya corteza es el material esencial para su confección. Se trata de expulsar del país a los muertos víctimas de los cazadores de cabezas, impulsándolos a seguir hacia el oeste, a la casa solar en su viaje cotidiano al país de los muertos. Para evitar su regreso al día siguiente, con el sol, la ceremonia se termina con el ataque a los portadores de máscaras y su muerte simulada.

Una insospechada galería de máscaras habita el interior de los museos del mundo, mudos exponentes de la creación del hombre al servicio de su propia manera de interpretar los símbolos. Esos mismos símbolos que en aras de una comprensión de los fenómenos, le imprime formas diferentes a cada una de sus manifestaciones, y son a la vez significado y significante de su ser en el mundo de todas las culturas.

Pero no sólo encontramos máscaras en los museos dedicados a esas especiales manifestaciones culturales de lugares tan exóticos y lejanos a nuestras expresiones. Las máscaras se hacen también objeto de decoración en los interiores de los espacios que el hombre occidental habita.  El hombre –dice W. Luypen – se realiza, logra ser una persona, sigue su vocación, avanza hacia su destino, cuando hace del mundo un lugar habitable para el hombre mediante su actividad cultural creadora. En su búsqueda sobre el significado de la vida, el hombre comprende que su pregunta sobre si mismo llega a las entrañas mismas de la vida. Toma conciencia que su pregunta sobre el tener que ser en el mundo lo lleva a buscar una respuesta al interrogante que se plantea todo ser auténticamente humano y se pregunta qué tengo que ser?

Más allá de las disquisiciones acerca de la fenomenología existencial, la profunda tarea del crecimiento interior supone un paciente trabajo sobre uno mismo. Trascender el propio yo y dejar el alma al descubierto está teñido con frecuencia con los tintes de la cultura.
Artesana del conocimiento, hurgo de manera constante en cada fibra natural de la materia orgánica que me brinda la profundidad de sus colores para colorear cada una de las telas. No siempre los colores son tan puros. No siempre la metáfora logra desentrañar la verdadera forma de los significados en los significantes que destiñen con el tiempo. Entonces, trato de comprender  que  muchas veces, la respuesta a qué tengo que ser que se hace el hombre, conlleva la respuesta de la máscara. Cuando la interioridad del ser supone una verdad del propio conocimiento y la realidad de la cultura requiere una verdad impuesta, la máscara es la alternativa propiciatoria que permite mostrar lo que la cultura exige.

A veces, colgarse la máscara es la rutina de solicitar propiciaciones.
A veces, el ritual impone una costumbre que se confunde con los verdaderos rasgos.
A veces, la piel del rostro se hace una con la máscara en la verdadera materia de sus formas.

La libertad de ser uno mismo implica el compromiso de hacerse cargo de la realidad del hombre, consecuente con las propias circunstancias. Probablemente, las culturas orientales, las más próximas a la verdadera esencia de las tradiciones puras a pesar de las dominaciones, sean las que lograron conservar la interioridad del espíritu mismo del ser entrecruzado con los otros, muchos otros ser-en-el-mundo que aún recurren a la máscara para ahuyentar espíritus.

La máscara occidental, la actual, la de nuestra cultura teñida de rivalidades, de mentiras, de hipocresía, la más común de las máscaras, es la que lleva el hombre de hoy colgada en la sonrisa del cinismo.

Pareciera ya no haber dioses que reclamen infortunios. Pareciera que el espíritu descarnado de simplezas obliga al hombre a mostrar lo que no puede mostrarse, en una irreparable similitud con la máscara oriental que ahuyenta espíritus del mal y propicia beneficios para seguir viviendo.

Pareciera ser que no atreverse a ser lo que en realidad se es impone la sonrisa de la máscara pintada sobre el rostro que ya no es más que simple cáscara montada en la impostura.

Difícil y descarnado oficio actual el de poder interpretar la esencia.


EL OTRO Y LA ALTERIDAD







EL OTRO Y LA ALTERIDAD




En el prólogo del libro de Jacobo Timmerman “Prisionero sin nombre, celda sin número”, el hijo del propietario de La Opinión pregunta a su madre, desconsolado:
-          Por qué nos torturan?
Sabiamente, su madre le responde: “ … porque no nos conocen”.

Eran tiempos amargos, de persecución, represión, incomprensiones descarnadas, dominación sin límites.

Uno de los libros de Taussig retoma en su prólogo la pregunta del hijo de Timmerman. En su trabajo, Taussig relataba la conquista del otro cultural que penetraba en la selva colombiana tras la búsqueda de esmeraldas, y mataba a su paso todo salvaje, bárbaro, indígena que se cruzara en su camino, empalando sus cuerpos de los que sólo quedó el testimonio desgarrador de unos cráneos al tope de los mismos, sin flamear, descarnados, inmóviles, destructora e intimidatorio imagen del salvajismo y la crueldad de la incomprensión.

Nada más aterrador que el miedo por el otro para empalar y sacrificar una posibilidad de acercamiento.
Nada más que el terror que produce el desconocimiento del otro, cuando la fantasía se hace carne en la mente del otro acostumbrado a un continuum de verdades acaso tan fabricadas e impuestas por el consuetudinario paso del tiempo en la tradición sin cambios.

Cuando el cambio es predecible, el enroque es la estrategia, el perdón es una cuenta sin saldar que mantiene cautivo al otro para que haga lo que otro quiera.
Nada más sutil que la imagen del miedo desplegado en el silencio, nada más que con la imagen interpuesta en la verdad a medias de cambiar sin cambios.

Porque no nos conocen, dijo la esposa de Jacobo Timmerman.

Nada más certero.

El miedo que produce el desconocimiento del otro cuando el otro es uno más entre nosotros, agigantado por la imagen del poder.
El miedo que cercena las mentes y las entrañas de todos los otros que de pronto se enfrentan ante lo desconocido a pesar de tantos años de convivencia cotidiana, y no encuentran la continuidad del ser sencillamente porque el otro es otro, no aquél mismo que conocían de tanto tiempo, repetido, por la continuidad de los tiempos, la abigarrada trama que fueron tejiendo en la construcción del ser, del líder, del profeta, del tótem.

El acercamiento cotidiano dibuja una mpostura que el inconsciente colectivo va forjando en las imágenes transidas de carisma.
El devenir de los años y los tiempos es la aguja que borda en la trama de un perfecto canevá los puntos que rellenarán las formas. Y el acostumbramiento cede paso al extrañamiento, y lo extraño resulta de repente tan cercano, tan predecible, tan familiar, que para qué cambiarlo…

Más allá de las monotonías, más allá de las policromías de acciones certeras y acertadas, el otro se acerca cada vez más a uno mismo, y el círculo se cierra en la oquedad del  vicio.

Comprender el cambio es muy difícil.
Lleva mucho tiempo.
Desgasta.
Lastima.

La crisis que propugna el cambio supone un paciente trabajo sobre uno mismo en la delicada tarea de la comprensión, de la aceptación de los fenómenos, en el conocimiento y la aceptación del otro que es tan similar a uno mismo y tan diferente al otro a pesar de los lazos de sangre, de tierra, de génesis.

El otro no es el otro sino él mismo, desconocido, extraño, imaginario, construido en la fantasía de la mente de cada otro que no entiende de alteridades, que no puede acercarse a los fenómenos porque el miedo al cambio lo paraliza, porque el pánico por el cambio del otro que no creía que fuera tan distinto, lo hace ciego ante la verdad que quería para si pero por el momento no acepta.

Pero cómo aceptar lo que ni siquiera se conoce?
Cómo pretender llegar al otro si no se sabe de qué manera este otro piensa, sufre, imagina, vuela, cree, sueña, crea?

Las imágenes mentales que cada uno construye en su ilusión por el cambio muchas veces se desentienden de la realidad, y la verdad pasa a ser un argumento de discurso que el otro no logra comprender.
           
Las imágenes, los símbolos, las apriorísticas apreciaciones confunden el imaginario colectivo y lo transforman en fantasmas de la desolación nada más que por una razón de desconocimiento e incomprensión.
Ponerse en el lugar del otro implica un compromiso.
Pensar desde el concepto de otro significa un trabajo con uno mismo que no siempre estamos dispuestos a emprender, porque por ahí nos damos cuenta que estuvimos creyendo en un sueño equivocado.

Porque por ahí descubrimos que la verdadera identidad de este otro es más sensible, más sincera, más cercana a nosotros en las realidades cotidianas, en las rigurosidades consigo mismo, con las vivencias e internalizaciones que hace de los verdaderos sentires y sentimientos de los otros, y el descubrimiento se nos torna difícil en la reconstrucción del otro.

Por nuestras propias imágenes.
Por nuestros propios miedos.
Por nuestros propios tiempos, que tal vez sean los mismos tiempos del otro, pero todavía no le dimos el tiempo necesario para la aceptación del conocimiento.

Ricardo Güiraldes  en Don Segundo Sombra, decía que sólo puede amarse aquello que se conoce.
Propongámonos el verdadero conocimiento del otro desde la postergada esencia del otro con uno mismo.

Aprendamos a aceptar al otro con la mente abierta a la propia lectura de lo que el otro se muestra.
Distingamos la alteridad desde el otro, no desde uno mismo.
Estudiemos el fenómeno desde el intelecto, pero también desde el corazón acostumbrado a querer a otro porque tuvimos demasiado tiempo para encariñarnos, para conocerlo, para perdonarlo, para aceptarlo tal como es.
Aceptemos el desafío del ejercicio cotidiano de aprender a ver por nosotros mismos quién es el otro, cómo es el otro, cuál es el mensaje del otro, qué pretende de nosotros el otro, cuál es el camino que va haciendo el otro al andar.

Para no ser como los conquistadores que empalaron a los indígenas de la selva colombiana por unas cuántas piedras verdes.

Para no ser como los represores que torturaron a Timmerman.

Para no ser llevados de la nariz por apreciaciones de otros que también quieren forjarnos una idea del otro que no tiene que ver con el verdadero otro que todavía no aprendimos a conocer, y por eso, nada más que por eso, no lo podemos aceptar.


EL HOMBRECITO



            No recuerdo cuando fue la primera vez que nos vimos. Entre el tumulto laborioso de cada jornada, era uno más entre tanto desconcierto de papeles y teléfonos. Apenas uno más.
Su mirada escurridiza era casi tan  sigilosa como su presencia. Tratando de mimetizarse entre los otros, en un esfuerzo tremendo por pasar desapercibido. No sabía si el esfuerzo era tan desmesurado por una urgente necesidad de no ser descubierto en su pequeñez, o tratando de ocultar el tamaño de su secreto.

No podría determinar si lo que pretendía en aquel momento era esconderse a si mismo porque no terminaba de aceptar su esencia, de tan inmostrable que se le hacía su secreto, o si la timidez que encerraba entre sus manos pequeñitas era más grande que toda su presencia.

Después lo supe.

Pero antes, hubieron de pasar demasiados antes para que pudiera comprender el por qué de tanta intriga. Recuerdo la agresión en sus respuestas una vez que dejó de ser fantasma. Casi sin sopesar los desafíos, pasó de ser una evanescente figura de la nada y se materializó en respuestas agudas, filosas, atrevidas.

Cualquier problema era mayor que todos los problemas, desde la duración de una llamada telefónica hasta la cantidad de empanadas que cada uno comería. La cotidianidad iba filtrándose entre los intersticios de una relación que comenzó siendo de compromiso, hasta lo que adiviné comprometida. Al menos de mi parte.

 Pero ya ves, parece que de mi parte siempre aparecen los errores en alguna parte del camino, y después terminan siendo demasiado costosos, demasiado pesados, demasiado penosos.

Esos errores que los demás te cobran porque estás distraído, porque dejaste de ser precavido en el momento justo en que comenzaste a mirar al otro por los ojos del otro, y la ternura te ganó entre los meandros de la comprensión, y comenzás a aceptar, y te permitís querer, y te dejás hacer.

Craso error.

El hombrecito era demasiado egoísta para poder trascender los muros que lo mantenían prisionero de su propia realidad. Una hiedra empecinada en ocultar cada uno de los ladrillos con que fue construyendo su personalidad iba creciendo con tentáculos de lisonja en las comisuras de mi debilidad, y lo que creía que era sincero se fue desmoronando en la argamasa de cada una de sus mentiras revoleadas con desparpajo.

A veces, la realidad se hace añicos contra el cemento de todas las certezas. Gris y ríspido y acerado. Cemento de hipocresías que yo no podía ver, porque pacientemente, con la infinita monotonía de la araña que va tejiendo su tela para atrapar su presa, el hombrecito fue tejiendo la misma trama para dejarme pegoteada en una amistad de asimetrías.

Tantas veces creí haber encontrado la amistad en serio, más allá de todas las diferencias que hube de sortear porque para algo existen las concienzudas y entramadas referencias a las construcciones del yo, del ello, del alter ego y todas las demás teorizaciones de la razón en busca de la verdadera palabra que diga compañía, paciencia, alegría, saber que estás y me acompañas en los momentos más duros de la vida de cada día.

Sin embargo, a diferencia de la cucaracha que se comió al hombre en una noche kafkiana hasta el delirio, el hombrecito fue construyendo su corpórea presencia de araña transparente cada día, dejando al trasluz sólo el voluminoso  y diminuto abdomen trabajado a fuerza de disciplina de gimnasio.

 Con perezosa monotonía trató de hilvanar cada día un tramo nuevo de la tela donde atrapar su presa, mariposa de la luz o de las sombras.

Y lo logró.

Vaya si lo logró.

El hombrecito de timidez rayana en perversidades, se alimentaba cada día con mayor avidez de los manjares ajenos, no importaba si la mesa era de banquetes platónicos o cálices socráticos de cicuta.

Tal vez, lo que el hombrecito no podía resolver era su origen. El odio visceral que lo ahogaba hasta en sus sueños, proclamando a gritos improperios que la vigilia no le permitía pronunciar. Por eso, desgranaba su pesar en las cuentas de un rosario de cruces invertidas, y rezaba al olvido el poder de la oración vaya uno a saber con qué pretexto.

Entonces, era Rosemary’s Baby y la cuna meciendo el niño embrujado del infierno interior de los meandros de su mente atribulada de prejuicios.

Era Polanski en el desenfrenado impudor de los sentidos tratando de abarcar todos los sentidos, preparando las zonas que después habría de disfrutar en manjares de servicios.

Era irreversible y anodino hasta el hartazgo, tratando de inventar historias de los otros porque por ahí las propias eran demasiado crueles para verlas con el pudor de la moral a cuestas.
Por eso, el hombrecito no podía apretar la mano en un saludo verdadero. Apenas la cadencia de unos dedos de uñas pequeñitas de niño a mitad de camino entre el adolecer de los sentidos y el dolor del sentimiento por todo lo que no puede mostrar porque su timidez a cuestas le impide legitimar su verdadera esencia.

Porque el pudor le envenena las entrañas cada vez, todas las veces que no se atreve a subsanar el impúdico y laberíntico personaje interior que lo lastima tantas veces cuantas son las miradas interiores que se anima a mirar para adentro y no poder.

Porque lo que el hombrecito no puede, de entre tantas impotencias resumidas o resueltas, es decirle a los cuatro vientos que es como es. Y aceptarse irónico, perverso, tímido hasta el denuedo, agazapado en las formas de desgranar las tentaciones y confundido en la forma de dar acaso lo único valedero que carga en su cruz el verdadero hombre.

Su verdad.
Su honestidad consigo mismo y con los demás.
Dar y recibir, como en la constante rueca que él sabe que existe más allá de los escondites de la sigilosa manera que él conoce. Dar enserio, para recibir del mismo modo.

Por todas las menesterosas maneras de pedir que cada uno lleva arrastrando en la conciencia.

Por todas las verdaderas maneras de tender la mano y cerrar el brazo en el abrazo, y pelear enserio por las cosas serias de la vida, y hacerse cargo de la compañía del otro, y del dolor del otro más allá del uno mismo.

Simplemente, porque el otro también a veces es un hombrecito menesteroso, diminuto y afligido en la propia imagen devuelta en la tristeza y el dolor.

Hombrecitos diminutos de conciencias apedreadas por vivir, agazapados en la coraza de verdades que la vida desafía cada día, y el dolor, el verdadero dolor de la aflicción, que solamente la pequeñez del hombrecito egoísta no es capaz de ver.

Hombrecito de pasos misteriosos, cadencia de saberes con que hilvanar encuentros, disfrutando la vana compañía de estar por estar.


Hombrecito que se pierde en la bruma de las lágrimas conjuradas a la irrefutable convicción de nunca más.

ADOLESCENCIA

ADOLESCENCIA

La vida es un sistema de ocurrencias,
Le canto al odio para recuperar el amor.
Arturo Sala

Corto manteca. No te lo hago porque no me gusta tejer y punto, -me contesta Alicia si le pido que me teja un pullover-, dice Arturo.

Y yo me quedé pensando en Alicia, en el tejido, en el pullóver, en la manteca. Qué tenía que ver todo ese cúmulo de ingredientes para la torta, de la que –a excepción de la manteca- me dejaban entrever que tu relación se moría de a poco, y no tenías fuerzas para decidirte a aceptar que te estaba haciendo daño. Demasiado daño.
Por eso, todo.
Por eso y por el todo.
Qué se yo.
Tremendo.
De la nuca, como dicen los pibes ahora, y vos te lo copiaste porque de alguna manera necesitás reforzar la hipótesis que laburás con pibes, que seguís siendo adolescente, que qué es la adolescencia sino este continuo adolecer que padecemos todos de alguna manera diferente, cada vez que nos dedicamos a esta honrosa tarea de crecer.
De ser maduros.
De dar ejemplos.
De saber.

El reencuentro fue glorioso.
Te había dejado de ver hace tanto tiempo, un día de junio con demasiado frío.
Te esperé.
Por alguna causa que ya no recuerdo, salimos juntos del Museo.
Yo era tu alumna.
Y vos, vos eras todo.
Mis sentidos te recuerdan enorme, con tu poncho rojo cruzándote los hombros, haciéndote de una majestuosidad grandilocuente.
Eras increíble.
Hablando de todo en tu clase de Arqueología, donde uno podía aprender creo que hasta a cocinar.
Hablabas de Lucien Goldmann y de Tran-Duc-Thao, con la misma cadencia que de Bórmida o del Nuevo Testamento.
Vos me enseñaste a releer la Biblia. Aprendiendo Arqueología, quién iba a decirme que terminaría recitando el Eclesiastés.
Porque vos me enseñaste que había un tiempo para todo.

Ahora, en esta invasión de sentimientos, tendría que rever cuál es el tiempo que nos toca. No se si habíamos sembrado algo antes, hace tantos años, y tardó esta eternidad en germinar la simiente. No se si estamos cosechando las agónicas sobras que los duendes y el dolor de tantos años dejaron caer sobre nuestra conciencia.
Tengo demasiados no – se instalados en mi tiempo de esta espera que fue demasiado larga si vos sos Buda y el cosmos destella vibraciones estelares convocándome a tu plenitud.
Fue hermoso encontrarme un día frente a un papel impreso que hablaba de tu nombre, perdido entre tantas pérdidas hace ya tanto tiempo, o cuando ser militante era un pecado, y yo me quedaba rezando en la Misa de siete en Santa Adela, junto a mis beatas torcazas de negro velo, que rogaban por mi inocencia y mis exámenes.

Por aquellos tiempos, vos eras un ilustre hacedor de vanidades y epopeyas. Yo? Yo simplemente, estudiaba.

Cuántos años menos son quince años en la cara y en el alma?

Yo tenía el pelo lacio y largo, prendido en una hebilla negra, colgada en la nuca. (Yo también estaría de la nuca, por entonces, a mi modo!).
Vos hablabas y seducías: y enseñabas, y convocabas, y seducías; y escuchabas, y movías a hacer cosas, y seducías. Y amparabas y seducías. Y un día muy frío de junio, a la salida del Museo, nos sentamos detrás del monumento a Colón, allá en el Bajo, detrás de la Casa de Gobierno – y hablamos mucho tiempo.
Cuando me fui, ya era de noche. Y en la oscuridad del tiempo, te perdí por quince años.

Por entonces, vos te habías separado. Tenías dos hijos. Habías vuelto a formar pareja. Tu primera beba había nacido, y con ella habías roto el círculo.
Por entonces, yo era virgen. De todas las virginidades posibles. Sólo los ojos cargados de las sombras del silencio. No se si andaba buscando a mis muertos. Se que me costaba demasiado esfuerzo este buenos aires sola y todo junto, y hasta mi pelo largo se reprimía al viento, atado en una hebilla.

Es increíble. Vos, que trabajás con imágenes, no recordás las imágenes que me vienen sin permiso, sin atisbos de vergüenza, sin el pudor que me enseñaron a demostrar y sentir para adentro y para afuera, porque mostrar los sentimientos compromete. Por eso nos enseñaron a callarlos. Por eso tanta necesidad de reprimir.

Tus imágenes están vacías, son neutras, no aparecen.

Mis imágenes se fundieron a mi recuerdo, y no puedo más que dejar fluir este bullicio que se desprende, incandescente – adolescente.
Y me dejo adolecer.

No sabés con cuánto pudor esperé tu clase. Volvía a ser tu alumna esta vez. Volvías a enseñarte. Tal vez, fuera el mío un necesitado fuego de recobrar imágenes perdidas.
Tal vez, más simplemente, tan sólo un reencuentro.
Recuperarte. Reencontrarme con un tiempo en el aquí y el ahora de este arrebol de repente, que me hace dejarme sentir que aquello perteneció a otro tiempo, a otro espacio, a otra gente. Porque vos y yo somos otros que aquéllos, otros que nos fuimos haciendo por éstos años, nutriendo nuestras formas en la puntillosa realidad de cada esencia.

Te vi llegar, como decía el tango.
Y me quedé en silencio.
En las primeras letras.
Me había propuesto no decirte quién era.
Esperar si te acordabas.
Dejarme aparecer hacia el final. No decir nada.
No pude.

Sabés quién soy? –te dije.
Nos conocemos? –preguntaste.

Realmente, nos conocíamos? Qué quedaba de lo que cada uno había adivinado del otro por aquél momento. Qué suponíamos que éramos, dos de dos que habían sido en otro nunca, en otra realidad, en otro tiempo.
No.
No sabías quién era ahora.
Como tampoco puedo decir si te conozco, salvo aquéllos datos de los hijos y las separaciones, y las nuevas uniones, en una época donde yo aún creía que uno se casaba para toda la vida, y se amaba con una eternidad de caracoles, y paría hijos en una felicidad de mariposas y corales.
No sabías quién era.
El tiempo se había encargado de podar mis pelos, mi ilusión, mi aliento. Mi nuca estaba ahora libre de hebillas y adornos, y creo que en la luz de la mirada podía notárseme más la muerte que hace quince años largos.
Qué podíamos saber quién éramos, Dios, y estábamos allí, frente a frente, frente a una multitud de espectadores, presenciando nuestro abrazo.
Que esta noche acudía a un encuentro de los tiempos y las gentes, con rumorosa preocupación de aprendizajes.

Separar sujeto – objeto fue tremendo.
El guiño en tu ojo derecho me habló del golpeteo en la mitad izquierda de tu cuerpo, de todo tu yo impregnado del tú que era mi yo, y a la vez eran todos los yo acunados por la eternidad de dos, que algún lazo de afecto habían logrado generar en otras dimensiones.
Y ahora se empecinaban en querer brotar por las imágenes y los conceptos que vos tratabas de impartir en esa clase, porque para algo estabas frente a ellos esa noche, y no era precisamente para encontrarme.

Sin ambages, allí estábamos, otra vez, mirándonos.
No sé qué extraño sortilegio convocó a tus brujas en mi nombre. Mi nombre y mi presencia eran el cántaro donde habías de saciar tu sed de mil años esperando algún oasis, en la etérea prodigalidad de algún cerezo.
Flor en ramo de lágrimas y estrellas, mi quietud se quebró desde el primer encuentro.
Flor de mil pétalos tu beso apresurado. Todo tu fulgor fue tan fugaz como tu aliento.
No pude acariciarte como pretendías.
No pude mezclar mi mano con el torbellino de tu piel arrebolada de placeres.
Yo se.
La gente cambia.
Con el tiempo, van meciéndose los días tamizando esperanzas y ganas de vivir.
Tu aliento, sin embargo, era el mismo. Sintiéndolo, supe que habíamos estado demasiado próximos en otro cáliz, bebiéndonos la espuma de otras vidas que ahora no quería negarme a compartir.

Seguís siendo enorme, aún a pesar de mi mano empecinada en no poder acariciarte.
La ternura de tu abrazo es un náufrago que clama por tenerme y que te tenga, en una acompasada fantasía que no alcanzo a comprender.
Nadie es tan dañino como para pergeñar maldades despiadadas sólo por amor. En esta sintonía de contradicciones y de recurrencias, donde cantarle al odio signifique necesitar desesperadamente encontrar el amor, solo siento miedo.

Tu cuerpo balanceándose en compases sobre el mío tan tenso como pudo mi confusión.
Tu cuerpo pidiéndome toda la pasión y la risa y el encanto de mi piel y tu piel fundiéndose en las sombras inconclusas de un amor contenido por espacio y tiempo que tampoco nos pertenecían.
Tu palabra cubriendo a borbotones la soledad de todos mis rincones, y mi boca entreabierta que no pudo contener el grito, que no pudo dominar tu caudal, que no pudo darte todo lo que desesperadamente tratabas de pedirme en manotazos transparentes.

Tu cuerpo es un pedazo de tu vida que tampoco tuve más que por un rato.
Tu vida es un pedazo de tu cuerpo que ofreciste con toda la fuerza y la pureza de un afecto contenido por los años.
No se.
Todo se vierte en resplandores acontecidos de repente, ofrecidos con la misma fuerza y con el mismo empeño en que ahora te negás a seguir siendo de a dos un rato más.
Qué es esto, te pregunto.
Acaso la mueca del pasado, encaramado a temores tan añejos, tan enraizados en falsos pudores, hizo que la ansiedad desmesurada nos pudiera.

Estar de la nuca hubiera sido un río de cocodrilos famélicos esperando mi cuerpo desnudo, acalorado en la siesta de algún trópico.
Estar de la nuca hubiera sido un paseo abrazados por Recoleta, envolviendo el idilio que nos une, y no nos animamos a compartir.
Estar de la nuca signifique acaso el corto manteca adolescente de decirme nunca más pero hasta luego, porque no puedo mancarme esta fiebre interior de sábado a la noche sin tenerte. Porque la semana suena a juntos, compartiendo el laberinto antropológico del hombre y sus contradicciones, y el prestigio y la represión, y tu exilio interior, y mi decir las cosas con rótulos, porque me enseñaron a ponerle nombre a mis inhibiciones.

Estar de la nuca, acaso no sea más que esto.
Pensarte sin tenerte.
Por quince años más.
Y acaso eso, solamente, sea la ilusión que tuviste de tenerme.
A pesar de las dedicatorias.
A pesar de los reencuentros.
A pesar de nosotros dos que no supimos sentarnos frente a frente y decirnos cómo estás? Porque era demasiado sencillo.
Y en este mundo completo por las iniquidades de la gente, a quién le importa estar juntos tan solo por eso.
Acaso, el manojo de tu boca en un ritual acabado, incompleto, delirante, circunflejo. Adolescente.
Acaso, la ofrenda de tu ser mezclándose en el eco de tu nombre que me nombra con sonidos diferentes, con nombres de comparsa, repitiendo cada sílaba con la solemnidad de un grillo.
Acaso, el grillo de tu beso que me dejó tendida en otra aurora, esperando los cristales caleidoscópicos en la gota de rocío, que vengan a mojar mi piel.

Mientras nos dure el tiempo.
Todos nuestros tiempos.
El Eclesiastés.