ADOLESCENCIA
La vida es un sistema de ocurrencias,
Le canto al odio para recuperar el amor.
Arturo Sala
Corto manteca. No te lo hago porque no me gusta tejer y punto, -me contesta Alicia si le pido que me teja un pullover-, dice Arturo.
Y yo me quedé pensando en Alicia, en el tejido, en el pullóver, en la manteca. Qué tenía que ver todo ese cúmulo de ingredientes para la torta, de la que –a excepción de la manteca- me dejaban entrever que tu relación se moría de a poco, y no tenías fuerzas para decidirte a aceptar que te estaba haciendo daño. Demasiado daño.
Por eso, todo.
Por eso y por el todo.
Qué se yo.
Tremendo.
De la nuca, como dicen los pibes ahora, y vos te lo copiaste porque de alguna manera necesitás reforzar la hipótesis que laburás con pibes, que seguís siendo adolescente, que qué es la adolescencia sino este continuo adolecer que padecemos todos de alguna manera diferente, cada vez que nos dedicamos a esta honrosa tarea de crecer.
De ser maduros.
De dar ejemplos.
De saber.
El reencuentro fue glorioso.
Te había dejado de ver hace tanto tiempo, un día de junio con demasiado frío.
Te esperé.
Por alguna causa que ya no recuerdo, salimos juntos del Museo.
Yo era tu alumna.
Y vos, vos eras todo.
Mis sentidos te recuerdan enorme, con tu poncho rojo cruzándote los hombros, haciéndote de una majestuosidad grandilocuente.
Eras increíble.
Hablando de todo en tu clase de Arqueología, donde uno podía aprender creo que hasta a cocinar.
Hablabas de Lucien Goldmann y de Tran-Duc-Thao, con la misma cadencia que de Bórmida o del Nuevo Testamento.
Vos me enseñaste a releer la Biblia. Aprendiendo Arqueología, quién iba a decirme que terminaría recitando el Eclesiastés.
Porque vos me enseñaste que había un tiempo para todo.
Ahora, en esta invasión de sentimientos, tendría que rever cuál es el tiempo que nos toca. No se si habíamos sembrado algo antes, hace tantos años, y tardó esta eternidad en germinar la simiente. No se si estamos cosechando las agónicas sobras que los duendes y el dolor de tantos años dejaron caer sobre nuestra conciencia.
Tengo demasiados no – se instalados en mi tiempo de esta espera que fue demasiado larga si vos sos Buda y el cosmos destella vibraciones estelares convocándome a tu plenitud.
Fue hermoso encontrarme un día frente a un papel impreso que hablaba de tu nombre, perdido entre tantas pérdidas hace ya tanto tiempo, o cuando ser militante era un pecado, y yo me quedaba rezando en la Misa de siete en Santa Adela, junto a mis beatas torcazas de negro velo, que rogaban por mi inocencia y mis exámenes.
Por aquellos tiempos, vos eras un ilustre hacedor de vanidades y epopeyas. Yo? Yo simplemente, estudiaba.
Cuántos años menos son quince años en la cara y en el alma?
Yo tenía el pelo lacio y largo, prendido en una hebilla negra, colgada en la nuca. (Yo también estaría de la nuca, por entonces, a mi modo!).
Vos hablabas y seducías: y enseñabas, y convocabas, y seducías; y escuchabas, y movías a hacer cosas, y seducías. Y amparabas y seducías. Y un día muy frío de junio, a la salida del Museo, nos sentamos detrás del monumento a Colón, allá en el Bajo, detrás de la Casa de Gobierno – y hablamos mucho tiempo.
Cuando me fui, ya era de noche. Y en la oscuridad del tiempo, te perdí por quince años.
Por entonces, vos te habías separado. Tenías dos hijos. Habías vuelto a formar pareja. Tu primera beba había nacido, y con ella habías roto el círculo.
Por entonces, yo era virgen. De todas las virginidades posibles. Sólo los ojos cargados de las sombras del silencio. No se si andaba buscando a mis muertos. Se que me costaba demasiado esfuerzo este buenos aires sola y todo junto, y hasta mi pelo largo se reprimía al viento, atado en una hebilla.
Es increíble. Vos, que trabajás con imágenes, no recordás las imágenes que me vienen sin permiso, sin atisbos de vergüenza, sin el pudor que me enseñaron a demostrar y sentir para adentro y para afuera, porque mostrar los sentimientos compromete. Por eso nos enseñaron a callarlos. Por eso tanta necesidad de reprimir.
Tus imágenes están vacías, son neutras, no aparecen.
Mis imágenes se fundieron a mi recuerdo, y no puedo más que dejar fluir este bullicio que se desprende, incandescente – adolescente.
Y me dejo adolecer.
No sabés con cuánto pudor esperé tu clase. Volvía a ser tu alumna esta vez. Volvías a enseñarte. Tal vez, fuera el mío un necesitado fuego de recobrar imágenes perdidas.
Tal vez, más simplemente, tan sólo un reencuentro.
Recuperarte. Reencontrarme con un tiempo en el aquí y el ahora de este arrebol de repente, que me hace dejarme sentir que aquello perteneció a otro tiempo, a otro espacio, a otra gente. Porque vos y yo somos otros que aquéllos, otros que nos fuimos haciendo por éstos años, nutriendo nuestras formas en la puntillosa realidad de cada esencia.
Te vi llegar, como decía el tango.
Y me quedé en silencio.
En las primeras letras.
Me había propuesto no decirte quién era.
Esperar si te acordabas.
Dejarme aparecer hacia el final. No decir nada.
No pude.
Sabés quién soy? –te dije.
Nos conocemos? –preguntaste.
Realmente, nos conocíamos? Qué quedaba de lo que cada uno había adivinado del otro por aquél momento. Qué suponíamos que éramos, dos de dos que habían sido en otro nunca, en otra realidad, en otro tiempo.
No.
No sabías quién era ahora.
Como tampoco puedo decir si te conozco, salvo aquéllos datos de los hijos y las separaciones, y las nuevas uniones, en una época donde yo aún creía que uno se casaba para toda la vida, y se amaba con una eternidad de caracoles, y paría hijos en una felicidad de mariposas y corales.
No sabías quién era.
El tiempo se había encargado de podar mis pelos, mi ilusión, mi aliento. Mi nuca estaba ahora libre de hebillas y adornos, y creo que en la luz de la mirada podía notárseme más la muerte que hace quince años largos.
Qué podíamos saber quién éramos, Dios, y estábamos allí, frente a frente, frente a una multitud de espectadores, presenciando nuestro abrazo.
Que esta noche acudía a un encuentro de los tiempos y las gentes, con rumorosa preocupación de aprendizajes.
Separar sujeto – objeto fue tremendo.
El guiño en tu ojo derecho me habló del golpeteo en la mitad izquierda de tu cuerpo, de todo tu yo impregnado del tú que era mi yo, y a la vez eran todos los yo acunados por la eternidad de dos, que algún lazo de afecto habían logrado generar en otras dimensiones.
Y ahora se empecinaban en querer brotar por las imágenes y los conceptos que vos tratabas de impartir en esa clase, porque para algo estabas frente a ellos esa noche, y no era precisamente para encontrarme.
Sin ambages, allí estábamos, otra vez, mirándonos.
No sé qué extraño sortilegio convocó a tus brujas en mi nombre. Mi nombre y mi presencia eran el cántaro donde habías de saciar tu sed de mil años esperando algún oasis, en la etérea prodigalidad de algún cerezo.
Flor en ramo de lágrimas y estrellas, mi quietud se quebró desde el primer encuentro.
Flor de mil pétalos tu beso apresurado. Todo tu fulgor fue tan fugaz como tu aliento.
No pude acariciarte como pretendías.
No pude mezclar mi mano con el torbellino de tu piel arrebolada de placeres.
Yo se.
La gente cambia.
Con el tiempo, van meciéndose los días tamizando esperanzas y ganas de vivir.
Tu aliento, sin embargo, era el mismo. Sintiéndolo, supe que habíamos estado demasiado próximos en otro cáliz, bebiéndonos la espuma de otras vidas que ahora no quería negarme a compartir.
Seguís siendo enorme, aún a pesar de mi mano empecinada en no poder acariciarte.
La ternura de tu abrazo es un náufrago que clama por tenerme y que te tenga, en una acompasada fantasía que no alcanzo a comprender.
Nadie es tan dañino como para pergeñar maldades despiadadas sólo por amor. En esta sintonía de contradicciones y de recurrencias, donde cantarle al odio signifique necesitar desesperadamente encontrar el amor, solo siento miedo.
Tu cuerpo balanceándose en compases sobre el mío tan tenso como pudo mi confusión.
Tu cuerpo pidiéndome toda la pasión y la risa y el encanto de mi piel y tu piel fundiéndose en las sombras inconclusas de un amor contenido por espacio y tiempo que tampoco nos pertenecían.
Tu palabra cubriendo a borbotones la soledad de todos mis rincones, y mi boca entreabierta que no pudo contener el grito, que no pudo dominar tu caudal, que no pudo darte todo lo que desesperadamente tratabas de pedirme en manotazos transparentes.
Tu cuerpo es un pedazo de tu vida que tampoco tuve más que por un rato.
Tu vida es un pedazo de tu cuerpo que ofreciste con toda la fuerza y la pureza de un afecto contenido por los años.
No se.
Todo se vierte en resplandores acontecidos de repente, ofrecidos con la misma fuerza y con el mismo empeño en que ahora te negás a seguir siendo de a dos un rato más.
Qué es esto, te pregunto.
Acaso la mueca del pasado, encaramado a temores tan añejos, tan enraizados en falsos pudores, hizo que la ansiedad desmesurada nos pudiera.
Estar de la nuca hubiera sido un río de cocodrilos famélicos esperando mi cuerpo desnudo, acalorado en la siesta de algún trópico.
Estar de la nuca hubiera sido un paseo abrazados por Recoleta, envolviendo el idilio que nos une, y no nos animamos a compartir.
Estar de la nuca signifique acaso el corto manteca adolescente de decirme nunca más pero hasta luego, porque no puedo mancarme esta fiebre interior de sábado a la noche sin tenerte. Porque la semana suena a juntos, compartiendo el laberinto antropológico del hombre y sus contradicciones, y el prestigio y la represión, y tu exilio interior, y mi decir las cosas con rótulos, porque me enseñaron a ponerle nombre a mis inhibiciones.
Estar de la nuca, acaso no sea más que esto.
Pensarte sin tenerte.
Por quince años más.
Y acaso eso, solamente, sea la ilusión que tuviste de tenerme.
A pesar de las dedicatorias.
A pesar de los reencuentros.
A pesar de nosotros dos que no supimos sentarnos frente a frente y decirnos cómo estás? Porque era demasiado sencillo.
Y en este mundo completo por las iniquidades de la gente, a quién le importa estar juntos tan solo por eso.
Acaso, el manojo de tu boca en un ritual acabado, incompleto, delirante, circunflejo. Adolescente.
Acaso, la ofrenda de tu ser mezclándose en el eco de tu nombre que me nombra con sonidos diferentes, con nombres de comparsa, repitiendo cada sílaba con la solemnidad de un grillo.
Acaso, el grillo de tu beso que me dejó tendida en otra aurora, esperando los cristales caleidoscópicos en la gota de rocío, que vengan a mojar mi piel.
Mientras nos dure el tiempo.
Todos nuestros tiempos.
El Eclesiastés.