lunes, 4 de noviembre de 2013

LAS MASCARAS

LAS MÁSCARAS

Lic. María Inés MALCHIODI
Becaria BAS XXI
Literatura



Cae el sol sobre la playa de una de las islas próximas a Bali. El mar es un remanso de espumas apenas lamiendo las arenas. Son los últimos destellos de luz en el horizonte cercano de un sinnúmero de islas en las que el hombre habita. El ocaso, en un impecable cenit rojizo de índigo bordeado en las silenciosas formas de las nubes, está llamando a la noche para celebrar la pausa.

Sobre la arena, apenas sigilosas, las formas de los hombres se extienden en su danza de máscaras y tambores, en un ritual repetido cada día para recordar la promesa de fecundidad, de gratitud, de vida. Este ritual, celebrado cada día al caer la tarde, en Bali como en la casi totalidad de las islas que la rodean y que conforman la superficie de Indonesia,  tienen la connotación propiciatoria para la elaboración de las telas trabajadas con la técnica del batik.
Elaboradas en madera,  pintadas con colores brillantes, las máscaras cubren el rostro de los bailarines que ejecutan su danza sobre la arena acompañados por mujeres ataviadas con rojos ibiscus en su cabeza y guirnaldas de flores blancas y amarillas sobre el pecho desnudo, apenas tapados los cuerpos por telas de diseños batik. Se trata de manifestarle a los dioses la gratitud por el día que termina, la productividad de su tarea creativa y repetida en una sucesión de gotas de cera virgen desparramadas con rutina sobre la tela de algodón o seda, con la parsimoniosa lentitud de su técnica  que atravesó los siglos. La pausa es la cadencia que imprimen en su impronta de repetir los motivos en las telas que los llevarán a la concreción de su tarea. Y al terminar cada jornada, la danza de máscaras sobre la arena tendrá la virtud de agradecer a los dioses por otro día de trabajo, porque solo la gratitud y el ritual propiciatorio brindarán otra jornada, la del nuevo día, con la esperanza de agradar a los dioses, tener más labores, continuar con la gracia de las celebraciones.

No interesa cuál sea la cara interior de la máscara. No se sabe en realidad a quien pertenece el cuerpo que danza al compás de los sonidos que se mezclan con las olas. La máscara muestra su sonrisa, su alegría, su semblante. Los dioses sólo sabrán de ellos a través de la máscara que cubre los rostros, y devolverán las gracias que se pedían. El sonido del mar es una cadencia de fondo para este ritual primitivo, permanente, persistente. El movimiento de los cuerpos va sugiriendo las formas de los mantras, de las oraciones, de la plegaria, de los símbolos. La máscara, elemento esencial de los ritos y de las representaciones religiosas, cumplen con la función de ocultar lo que no se puede mostrar.

En la casi totalidad de las sociedades de la Polinesia, si bien la identidad del portador de las máscaras debe permanecer secreta, la máscara en cuanto a tal se hace pública asumiendo la forma de las representaciones de aquello que se quiere concretizar. Las máscaras que representan personajes humanos, intervienen en Mabuiag, en Oceanía, en el curso de las fiestas que señalan el momento de la recolección. Los hombres que danzan con la máscara que representa la forma de un pez sierra, forman parte de un rito destinado a provocar la llegada de la estación de las lluvias.  En Nueva Caledonia, la máscara conlleva un factor religioso, con representaciones de personajes mitológicos concretos. A veces, los hombres enmascarados participan de ciertos ritos funerarios y se les designa con el nombre del árbol cuya corteza es el material esencial para su confección. Se trata de expulsar del país a los muertos víctimas de los cazadores de cabezas, impulsándolos a seguir hacia el oeste, a la casa solar en su viaje cotidiano al país de los muertos. Para evitar su regreso al día siguiente, con el sol, la ceremonia se termina con el ataque a los portadores de máscaras y su muerte simulada.

Una insospechada galería de máscaras habita el interior de los museos del mundo, mudos exponentes de la creación del hombre al servicio de su propia manera de interpretar los símbolos. Esos mismos símbolos que en aras de una comprensión de los fenómenos, le imprime formas diferentes a cada una de sus manifestaciones, y son a la vez significado y significante de su ser en el mundo de todas las culturas.

Pero no sólo encontramos máscaras en los museos dedicados a esas especiales manifestaciones culturales de lugares tan exóticos y lejanos a nuestras expresiones. Las máscaras se hacen también objeto de decoración en los interiores de los espacios que el hombre occidental habita.  El hombre –dice W. Luypen – se realiza, logra ser una persona, sigue su vocación, avanza hacia su destino, cuando hace del mundo un lugar habitable para el hombre mediante su actividad cultural creadora. En su búsqueda sobre el significado de la vida, el hombre comprende que su pregunta sobre si mismo llega a las entrañas mismas de la vida. Toma conciencia que su pregunta sobre el tener que ser en el mundo lo lleva a buscar una respuesta al interrogante que se plantea todo ser auténticamente humano y se pregunta qué tengo que ser?

Más allá de las disquisiciones acerca de la fenomenología existencial, la profunda tarea del crecimiento interior supone un paciente trabajo sobre uno mismo. Trascender el propio yo y dejar el alma al descubierto está teñido con frecuencia con los tintes de la cultura.
Artesana del conocimiento, hurgo de manera constante en cada fibra natural de la materia orgánica que me brinda la profundidad de sus colores para colorear cada una de las telas. No siempre los colores son tan puros. No siempre la metáfora logra desentrañar la verdadera forma de los significados en los significantes que destiñen con el tiempo. Entonces, trato de comprender  que  muchas veces, la respuesta a qué tengo que ser que se hace el hombre, conlleva la respuesta de la máscara. Cuando la interioridad del ser supone una verdad del propio conocimiento y la realidad de la cultura requiere una verdad impuesta, la máscara es la alternativa propiciatoria que permite mostrar lo que la cultura exige.

A veces, colgarse la máscara es la rutina de solicitar propiciaciones.
A veces, el ritual impone una costumbre que se confunde con los verdaderos rasgos.
A veces, la piel del rostro se hace una con la máscara en la verdadera materia de sus formas.

La libertad de ser uno mismo implica el compromiso de hacerse cargo de la realidad del hombre, consecuente con las propias circunstancias. Probablemente, las culturas orientales, las más próximas a la verdadera esencia de las tradiciones puras a pesar de las dominaciones, sean las que lograron conservar la interioridad del espíritu mismo del ser entrecruzado con los otros, muchos otros ser-en-el-mundo que aún recurren a la máscara para ahuyentar espíritus.

La máscara occidental, la actual, la de nuestra cultura teñida de rivalidades, de mentiras, de hipocresía, la más común de las máscaras, es la que lleva el hombre de hoy colgada en la sonrisa del cinismo.

Pareciera ya no haber dioses que reclamen infortunios. Pareciera que el espíritu descarnado de simplezas obliga al hombre a mostrar lo que no puede mostrarse, en una irreparable similitud con la máscara oriental que ahuyenta espíritus del mal y propicia beneficios para seguir viviendo.

Pareciera ser que no atreverse a ser lo que en realidad se es impone la sonrisa de la máscara pintada sobre el rostro que ya no es más que simple cáscara montada en la impostura.

Difícil y descarnado oficio actual el de poder interpretar la esencia.


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