LAS MÁSCARAS
Lic. María Inés MALCHIODI
Becaria BAS XXI
Literatura
Cae el sol sobre la playa de una de
las islas próximas a Bali. El mar es un remanso de espumas apenas lamiendo las
arenas. Son los últimos destellos de luz en el horizonte cercano de un sinnúmero
de islas en las que el hombre habita. El ocaso, en un impecable cenit rojizo de
índigo bordeado en las silenciosas formas de las nubes, está llamando a la
noche para celebrar la pausa.
Sobre la arena, apenas sigilosas,
las formas de los hombres se extienden en su danza de máscaras y tambores, en
un ritual repetido cada día para recordar la promesa de fecundidad, de
gratitud, de vida. Este ritual, celebrado cada día al caer la tarde, en Bali
como en la casi totalidad de las islas que la rodean y que conforman la
superficie de Indonesia, tienen la
connotación propiciatoria para la elaboración de las telas trabajadas con la
técnica del batik.
Elaboradas en madera, pintadas con colores brillantes, las máscaras
cubren el rostro de los bailarines que ejecutan su danza sobre la arena
acompañados por mujeres ataviadas con rojos ibiscus en su cabeza y guirnaldas
de flores blancas y amarillas sobre el pecho desnudo, apenas tapados los
cuerpos por telas de diseños batik. Se trata de manifestarle a los dioses la
gratitud por el día que termina, la productividad de su tarea creativa y
repetida en una sucesión de gotas de cera virgen desparramadas con rutina sobre
la tela de algodón o seda, con la parsimoniosa lentitud de su técnica que atravesó los siglos. La pausa es la
cadencia que imprimen en su impronta de repetir los motivos en las telas que
los llevarán a la concreción de su tarea. Y al terminar cada jornada, la danza
de máscaras sobre la arena tendrá la virtud de agradecer a los dioses por otro
día de trabajo, porque solo la gratitud y el ritual propiciatorio brindarán
otra jornada, la del nuevo día, con la esperanza de agradar a los dioses, tener
más labores, continuar con la gracia de las celebraciones.
No interesa cuál sea la cara
interior de la máscara. No se sabe en realidad a quien pertenece el cuerpo que
danza al compás de los sonidos que se mezclan con las olas. La máscara muestra
su sonrisa, su alegría, su semblante. Los dioses sólo sabrán de ellos a través
de la máscara que cubre los rostros, y devolverán las gracias que se pedían. El
sonido del mar es una cadencia de fondo para este ritual primitivo, permanente,
persistente. El movimiento de los cuerpos va sugiriendo las formas de los
mantras, de las oraciones, de la plegaria, de los símbolos. La máscara,
elemento esencial de los ritos y de las representaciones religiosas, cumplen
con la función de ocultar lo que no se puede mostrar.
En la casi totalidad de las
sociedades de la Polinesia ,
si bien la identidad del portador de las máscaras debe permanecer secreta, la
máscara en cuanto a tal se hace pública asumiendo la forma de las
representaciones de aquello que se quiere concretizar. Las máscaras que
representan personajes humanos, intervienen en Mabuiag, en Oceanía, en el curso
de las fiestas que señalan el momento de la recolección. Los hombres que danzan
con la máscara que representa la forma de un pez sierra, forman parte de un
rito destinado a provocar la llegada de la estación de las lluvias. En Nueva Caledonia, la máscara conlleva un factor
religioso, con representaciones de personajes mitológicos concretos. A veces,
los hombres enmascarados participan de ciertos ritos funerarios y se les
designa con el nombre del árbol cuya corteza es el material esencial para su
confección. Se trata de expulsar del país a los muertos víctimas de los
cazadores de cabezas, impulsándolos a seguir hacia el oeste, a la casa solar en
su viaje cotidiano al país de los muertos. Para evitar su regreso al día
siguiente, con el sol, la ceremonia se termina con el ataque a los portadores
de máscaras y su muerte simulada.
Una insospechada galería de máscaras
habita el interior de los museos del mundo, mudos exponentes de la creación del
hombre al servicio de su propia manera de interpretar los símbolos. Esos mismos
símbolos que en aras de una comprensión de los fenómenos, le imprime formas
diferentes a cada una de sus manifestaciones, y son a la vez significado y
significante de su ser en el mundo de todas las culturas.
Pero no sólo encontramos máscaras en
los museos dedicados a esas especiales manifestaciones culturales de lugares
tan exóticos y lejanos a nuestras expresiones. Las máscaras se hacen también
objeto de decoración en los interiores de los espacios que el hombre occidental
habita. El hombre –dice W. Luypen – se
realiza, logra ser una persona, sigue su vocación, avanza hacia su destino,
cuando hace del mundo un lugar habitable para el hombre mediante su actividad
cultural creadora. En su búsqueda sobre el significado de la vida, el hombre
comprende que su pregunta sobre si mismo llega a las entrañas mismas de la
vida. Toma conciencia que su pregunta sobre el tener que ser en el mundo lo
lleva a buscar una respuesta al interrogante que se plantea todo ser
auténticamente humano y se pregunta qué
tengo que ser?
Más allá de las disquisiciones
acerca de la fenomenología existencial, la profunda tarea del crecimiento
interior supone un paciente trabajo sobre uno mismo. Trascender el propio yo y
dejar el alma al descubierto está teñido con frecuencia con los tintes de la
cultura.
Artesana del conocimiento, hurgo de
manera constante en cada fibra natural de la materia orgánica que me brinda la
profundidad de sus colores para colorear cada una de las telas. No siempre los
colores son tan puros. No siempre la metáfora logra desentrañar la verdadera
forma de los significados en los significantes que destiñen con el tiempo.
Entonces, trato de comprender que muchas veces, la respuesta a qué tengo que ser
que se hace el hombre, conlleva la respuesta de la máscara. Cuando la
interioridad del ser supone una verdad del propio conocimiento y la realidad de
la cultura requiere una verdad impuesta, la máscara es la alternativa
propiciatoria que permite mostrar lo que la cultura exige.
A veces, colgarse la máscara es la
rutina de solicitar propiciaciones.
A veces, el ritual impone una costumbre
que se confunde con los verdaderos rasgos.
A veces, la piel del rostro se hace
una con la máscara en la verdadera materia de sus formas.
La libertad de ser uno mismo implica
el compromiso de hacerse cargo de la realidad del hombre, consecuente con las
propias circunstancias. Probablemente, las culturas orientales, las más
próximas a la verdadera esencia de las tradiciones puras a pesar de las
dominaciones, sean las que lograron conservar la interioridad del espíritu
mismo del ser entrecruzado con los otros, muchos otros ser-en-el-mundo que aún
recurren a la máscara para ahuyentar espíritus.
La máscara occidental, la actual, la
de nuestra cultura teñida de rivalidades, de mentiras, de hipocresía, la más
común de las máscaras, es la que lleva el hombre de hoy colgada en la sonrisa
del cinismo.
Pareciera ya no haber dioses que
reclamen infortunios. Pareciera que el espíritu descarnado de simplezas obliga
al hombre a mostrar lo que no puede mostrarse, en una irreparable similitud con
la máscara oriental que ahuyenta espíritus del mal y propicia beneficios para
seguir viviendo.
Pareciera ser que no atreverse a ser
lo que en realidad se es impone la sonrisa de la máscara pintada sobre el
rostro que ya no es más que simple cáscara montada en la impostura.
Difícil y descarnado oficio actual
el de poder interpretar la esencia.
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