No
recuerdo cuando fue la primera vez que nos vimos. Entre el tumulto laborioso de
cada jornada, era uno más entre tanto desconcierto de papeles y teléfonos. Apenas
uno más.
Su mirada escurridiza era casi tan sigilosa como su presencia. Tratando de
mimetizarse entre los otros, en un esfuerzo tremendo por pasar desapercibido.
No sabía si el esfuerzo era tan desmesurado por una urgente necesidad de no ser
descubierto en su pequeñez, o tratando de ocultar el tamaño de su secreto.
No podría determinar si lo que
pretendía en aquel momento era esconderse a si mismo porque no terminaba de
aceptar su esencia, de tan inmostrable que se le hacía su secreto, o si la
timidez que encerraba entre sus manos pequeñitas era más grande que toda su
presencia.
Después lo supe.
Pero antes, hubieron de pasar
demasiados antes para que pudiera comprender el por qué de tanta intriga.
Recuerdo la agresión en sus respuestas una vez que dejó de ser fantasma. Casi
sin sopesar los desafíos, pasó de ser una evanescente figura de la nada y se
materializó en respuestas agudas, filosas, atrevidas.
Cualquier problema era mayor que
todos los problemas, desde la duración de una llamada telefónica hasta la
cantidad de empanadas que cada uno comería. La cotidianidad iba filtrándose
entre los intersticios de una relación que comenzó siendo de compromiso, hasta
lo que adiviné comprometida. Al menos de mi parte.
Pero ya ves, parece que de mi parte siempre
aparecen los errores en alguna parte del camino, y después terminan siendo
demasiado costosos, demasiado pesados, demasiado penosos.
Esos errores que los demás te cobran
porque estás distraído, porque dejaste de ser precavido en el momento justo en que
comenzaste a mirar al otro por los ojos del otro, y la ternura te ganó entre
los meandros de la comprensión, y comenzás a aceptar, y te permitís querer, y
te dejás hacer.
Craso error.
El hombrecito era demasiado egoísta
para poder trascender los muros que lo mantenían prisionero de su propia
realidad. Una hiedra empecinada en ocultar cada uno de los ladrillos con que
fue construyendo su personalidad iba creciendo con tentáculos de lisonja en las
comisuras de mi debilidad, y lo que creía que era sincero se fue desmoronando
en la argamasa de cada una de sus mentiras revoleadas con desparpajo.
A veces, la realidad se hace añicos
contra el cemento de todas las certezas. Gris y ríspido y acerado. Cemento de
hipocresías que yo no podía ver, porque pacientemente, con la infinita
monotonía de la araña que va tejiendo su tela para atrapar su presa, el
hombrecito fue tejiendo la misma trama para dejarme pegoteada en una amistad de
asimetrías.
Tantas veces creí haber encontrado
la amistad en serio, más allá de todas las diferencias que hube de sortear
porque para algo existen las concienzudas y entramadas referencias a las
construcciones del yo, del ello, del alter ego y todas las demás teorizaciones
de la razón en busca de la verdadera palabra que diga compañía, paciencia,
alegría, saber que estás y me acompañas en los momentos más duros de la vida de
cada día.
Sin embargo, a diferencia de la
cucaracha que se comió al hombre en una noche kafkiana hasta el delirio, el
hombrecito fue construyendo su corpórea presencia de araña transparente cada
día, dejando al trasluz sólo el voluminoso y diminuto abdomen trabajado a fuerza de
disciplina de gimnasio.
Con perezosa monotonía trató de hilvanar cada
día un tramo nuevo de la tela donde atrapar su presa, mariposa de la luz o de
las sombras.
Y lo logró.
Vaya si lo logró.
El hombrecito de timidez rayana en
perversidades, se alimentaba cada día con mayor avidez de los manjares ajenos,
no importaba si la mesa era de banquetes platónicos o cálices socráticos de
cicuta.
Tal vez, lo que el hombrecito no
podía resolver era su origen. El odio visceral que lo ahogaba hasta en sus
sueños, proclamando a gritos improperios que la vigilia no le permitía
pronunciar. Por eso, desgranaba su pesar en las cuentas de un rosario de cruces
invertidas, y rezaba al olvido el poder de la oración vaya uno a saber con qué
pretexto.
Entonces, era Rosemary’s Baby y la
cuna meciendo el niño embrujado del infierno interior de los meandros de su
mente atribulada de prejuicios.
Era Polanski en el desenfrenado
impudor de los sentidos tratando de abarcar todos los sentidos, preparando las
zonas que después habría de disfrutar en manjares de servicios.
Era irreversible y anodino hasta el
hartazgo, tratando de inventar historias de los otros porque por ahí las
propias eran demasiado crueles para verlas con el pudor de la moral a cuestas.
Por eso, el hombrecito no podía
apretar la mano en un saludo verdadero. Apenas la cadencia de unos dedos de
uñas pequeñitas de niño a mitad de camino entre el adolecer de los sentidos y
el dolor del sentimiento por todo lo que no puede mostrar porque su timidez a
cuestas le impide legitimar su verdadera esencia.
Porque el pudor le envenena las
entrañas cada vez, todas las veces que no se atreve a subsanar el impúdico y
laberíntico personaje interior que lo lastima tantas veces cuantas son las
miradas interiores que se anima a mirar para adentro y no poder.
Porque lo que el hombrecito no
puede, de entre tantas impotencias resumidas o resueltas, es decirle a los cuatro
vientos que es como es. Y aceptarse irónico, perverso, tímido hasta el denuedo,
agazapado en las formas de desgranar las tentaciones y confundido en la forma
de dar acaso lo único valedero que carga en su cruz el verdadero hombre.
Su verdad.
Su honestidad consigo mismo y con
los demás.
Dar y recibir, como en la constante
rueca que él sabe que existe más allá de los escondites de la sigilosa manera
que él conoce. Dar enserio, para recibir del mismo modo.
Por todas las menesterosas maneras
de pedir que cada uno lleva arrastrando en la conciencia.
Por todas las verdaderas maneras de
tender la mano y cerrar el brazo en el abrazo, y pelear enserio por las cosas
serias de la vida, y hacerse cargo de la compañía del otro, y del dolor del
otro más allá del uno mismo.
Simplemente, porque el otro también
a veces es un hombrecito menesteroso, diminuto y afligido en la propia imagen
devuelta en la tristeza y el dolor.
Hombrecitos diminutos de conciencias
apedreadas por vivir, agazapados en la coraza de verdades que la vida desafía
cada día, y el dolor, el verdadero dolor de la aflicción, que solamente la
pequeñez del hombrecito egoísta no es capaz de ver.
Hombrecito de pasos misteriosos,
cadencia de saberes con que hilvanar encuentros, disfrutando la vana compañía
de estar por estar.
Hombrecito que se pierde en la bruma
de las lágrimas conjuradas a la irrefutable convicción de nunca más.
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