lunes, 4 de noviembre de 2013

EL HOMBRECITO



            No recuerdo cuando fue la primera vez que nos vimos. Entre el tumulto laborioso de cada jornada, era uno más entre tanto desconcierto de papeles y teléfonos. Apenas uno más.
Su mirada escurridiza era casi tan  sigilosa como su presencia. Tratando de mimetizarse entre los otros, en un esfuerzo tremendo por pasar desapercibido. No sabía si el esfuerzo era tan desmesurado por una urgente necesidad de no ser descubierto en su pequeñez, o tratando de ocultar el tamaño de su secreto.

No podría determinar si lo que pretendía en aquel momento era esconderse a si mismo porque no terminaba de aceptar su esencia, de tan inmostrable que se le hacía su secreto, o si la timidez que encerraba entre sus manos pequeñitas era más grande que toda su presencia.

Después lo supe.

Pero antes, hubieron de pasar demasiados antes para que pudiera comprender el por qué de tanta intriga. Recuerdo la agresión en sus respuestas una vez que dejó de ser fantasma. Casi sin sopesar los desafíos, pasó de ser una evanescente figura de la nada y se materializó en respuestas agudas, filosas, atrevidas.

Cualquier problema era mayor que todos los problemas, desde la duración de una llamada telefónica hasta la cantidad de empanadas que cada uno comería. La cotidianidad iba filtrándose entre los intersticios de una relación que comenzó siendo de compromiso, hasta lo que adiviné comprometida. Al menos de mi parte.

 Pero ya ves, parece que de mi parte siempre aparecen los errores en alguna parte del camino, y después terminan siendo demasiado costosos, demasiado pesados, demasiado penosos.

Esos errores que los demás te cobran porque estás distraído, porque dejaste de ser precavido en el momento justo en que comenzaste a mirar al otro por los ojos del otro, y la ternura te ganó entre los meandros de la comprensión, y comenzás a aceptar, y te permitís querer, y te dejás hacer.

Craso error.

El hombrecito era demasiado egoísta para poder trascender los muros que lo mantenían prisionero de su propia realidad. Una hiedra empecinada en ocultar cada uno de los ladrillos con que fue construyendo su personalidad iba creciendo con tentáculos de lisonja en las comisuras de mi debilidad, y lo que creía que era sincero se fue desmoronando en la argamasa de cada una de sus mentiras revoleadas con desparpajo.

A veces, la realidad se hace añicos contra el cemento de todas las certezas. Gris y ríspido y acerado. Cemento de hipocresías que yo no podía ver, porque pacientemente, con la infinita monotonía de la araña que va tejiendo su tela para atrapar su presa, el hombrecito fue tejiendo la misma trama para dejarme pegoteada en una amistad de asimetrías.

Tantas veces creí haber encontrado la amistad en serio, más allá de todas las diferencias que hube de sortear porque para algo existen las concienzudas y entramadas referencias a las construcciones del yo, del ello, del alter ego y todas las demás teorizaciones de la razón en busca de la verdadera palabra que diga compañía, paciencia, alegría, saber que estás y me acompañas en los momentos más duros de la vida de cada día.

Sin embargo, a diferencia de la cucaracha que se comió al hombre en una noche kafkiana hasta el delirio, el hombrecito fue construyendo su corpórea presencia de araña transparente cada día, dejando al trasluz sólo el voluminoso  y diminuto abdomen trabajado a fuerza de disciplina de gimnasio.

 Con perezosa monotonía trató de hilvanar cada día un tramo nuevo de la tela donde atrapar su presa, mariposa de la luz o de las sombras.

Y lo logró.

Vaya si lo logró.

El hombrecito de timidez rayana en perversidades, se alimentaba cada día con mayor avidez de los manjares ajenos, no importaba si la mesa era de banquetes platónicos o cálices socráticos de cicuta.

Tal vez, lo que el hombrecito no podía resolver era su origen. El odio visceral que lo ahogaba hasta en sus sueños, proclamando a gritos improperios que la vigilia no le permitía pronunciar. Por eso, desgranaba su pesar en las cuentas de un rosario de cruces invertidas, y rezaba al olvido el poder de la oración vaya uno a saber con qué pretexto.

Entonces, era Rosemary’s Baby y la cuna meciendo el niño embrujado del infierno interior de los meandros de su mente atribulada de prejuicios.

Era Polanski en el desenfrenado impudor de los sentidos tratando de abarcar todos los sentidos, preparando las zonas que después habría de disfrutar en manjares de servicios.

Era irreversible y anodino hasta el hartazgo, tratando de inventar historias de los otros porque por ahí las propias eran demasiado crueles para verlas con el pudor de la moral a cuestas.
Por eso, el hombrecito no podía apretar la mano en un saludo verdadero. Apenas la cadencia de unos dedos de uñas pequeñitas de niño a mitad de camino entre el adolecer de los sentidos y el dolor del sentimiento por todo lo que no puede mostrar porque su timidez a cuestas le impide legitimar su verdadera esencia.

Porque el pudor le envenena las entrañas cada vez, todas las veces que no se atreve a subsanar el impúdico y laberíntico personaje interior que lo lastima tantas veces cuantas son las miradas interiores que se anima a mirar para adentro y no poder.

Porque lo que el hombrecito no puede, de entre tantas impotencias resumidas o resueltas, es decirle a los cuatro vientos que es como es. Y aceptarse irónico, perverso, tímido hasta el denuedo, agazapado en las formas de desgranar las tentaciones y confundido en la forma de dar acaso lo único valedero que carga en su cruz el verdadero hombre.

Su verdad.
Su honestidad consigo mismo y con los demás.
Dar y recibir, como en la constante rueca que él sabe que existe más allá de los escondites de la sigilosa manera que él conoce. Dar enserio, para recibir del mismo modo.

Por todas las menesterosas maneras de pedir que cada uno lleva arrastrando en la conciencia.

Por todas las verdaderas maneras de tender la mano y cerrar el brazo en el abrazo, y pelear enserio por las cosas serias de la vida, y hacerse cargo de la compañía del otro, y del dolor del otro más allá del uno mismo.

Simplemente, porque el otro también a veces es un hombrecito menesteroso, diminuto y afligido en la propia imagen devuelta en la tristeza y el dolor.

Hombrecitos diminutos de conciencias apedreadas por vivir, agazapados en la coraza de verdades que la vida desafía cada día, y el dolor, el verdadero dolor de la aflicción, que solamente la pequeñez del hombrecito egoísta no es capaz de ver.

Hombrecito de pasos misteriosos, cadencia de saberes con que hilvanar encuentros, disfrutando la vana compañía de estar por estar.


Hombrecito que se pierde en la bruma de las lágrimas conjuradas a la irrefutable convicción de nunca más.

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