miércoles, 7 de mayo de 2008



CALIDAD DE VIDA
¿CALIDAD DEBIDA?

Lic. Marìa Inès MALCHIODI
Becaria BAS XXI
Literatura


En el convulsionado mundo que nos contiene, cada día resulta más difícil apelar a las buenas intenciones de las almas pacíficas y despojadas de maldad.
La premisa de poner la otra mejilla muchas veces se convierte en una pesada letanía, y el mandato se transforma en un rasgo de sadomasoquismo capaz de llevar al sillón del psicoanálisis a quien menos afección creía tener con respecto a esta práctica científica.

A lo largo de nuestras vidas, mantenemos relaciones placenteras y estimulantes, que nos llevan a dar lo mejor de nosotros mismos; sin embargo, damos lugar –a veces sin proponerlo- a relaciones que nos desgastan y que pueden lograr destruirnos sin querer. Con el pretexto de la tolerancia, nos volvemos indulgentes ante ataques de perversidad en la familia, en la vida política y social, en nuestras relaciones laborales, en nuestra vida cotidiana.

Esta cuestión de no aceptación del otro muchas veces permanece tan solapada en nuestra actitud, que decimos no discriminar cuando en realidad lo único que se practica es una constante necesidad de demostrar el poder que ejercemos sobre el otro con nuestros discursos, con nuestros actos, con la violencia psíquica directa o indirecta hacia los demás. La salud social es tan importante como la salud individual, y no podemos pensar en tener aquélla sin esta.

Las técnicas de desestabilización que se manifiestan entre los perversos tienen que ver con las insinuaciones, las alusiones malintencionadas, la mentira, las humillaciones. Resulta sorprendente cómo las víctimas de tales conductas no acusan recibo de esas manipulaciones malévolas.

Cuando estas actitudes de agresión, en un proceso inconsciente de destrucción psicológica, de uno o varios individuos hacia un individuo determinado se hacen constantes, logran descargar sobre el otro la responsabilidad de lo que no funciona.
Si no hay culpa, no hay sufrimiento.
Propio. Del otro que arremete desde sus acciones hostiles evidentes u ocultas, por medio de palabras anodinas, de alusiones desdibujadas, de actitudes que horadan la piedra sin dejar de permanecer al margen, sin involucrar la propia responsabilidad. Pero el otro, sin tener a veces la manera de comprender desde dónde y por qué motivos se ha convertido en blanco de esas actitudes, sufre las consecuencias del acoso y se perturba.

La cultura de este momento está plagada de ejemplos donde la destrucción del hombre por el hombre se ha convertido en moneda corriente. La cuestión del poder, del poder de los espacios y los espacios del poder, ha convertido a la convivencia del hombre en un tormento que muchas veces enferma más allá de los cuerpos, más allá de los psiquismos, horadando el alma.

Dicen que pesa veintiún gramos.
Cualquiera que sea amante del cine podrá haberlo visto representado en una película que lleva ese nombre. Pero a veces, el alma atribulada de prejuicios y dolor, pesa mucho más que los cuatro kilos que dicen que pesa la cabeza.
¿Cuál será el peso de un corazón? Puesto que en él centramos nuestros sentimientos, lo representamos atravesado por la flecha del amor, lo simbolizamos en todo un sinnúmero de apreciaciones y gráficas que dan cuenta de la pasión más colorada enrojecida de pudores, le damos margen para la alegría más profunda y los sonidos de la ensoñación. Pero en este aquelarre de juramentos y traiciones, de perversidades y sentimientos encontrados, de desprejuicio y manotones de ahogados, de moretones en el alma y Cruela Devil contorneando sus caderas en un hipnótico baile de lujuria y avaricia, el sálvese quién pueda rige el cosmos y lo apabulla.

Dicen los que saben que los ciclos culturales tienen una cima y un sial; que hay que llegar bien profundo cuesta abajo en la rodada para lograr salir de este tormento. ¿Faltará mucho?
¿Cuán profundo hemos llegado en esta cuestión de las perversidades que a veces ni siquiera podemos tener en cuenta su nocividad y su peligrosidad para defendernos mejor?

Marie-France Irigoyen en su libro “El acoso moral”, da cuenta impecable del maltrato psicológico en la vida cotidiana. Lo padecemos con tanta frecuencia, resulta tan fácil de identificar en algunos casos, aún a pesar de las desgarradoras heridas que quedan a raíz de las manipulaciones del perverso, que los rastros de amargura o de vergüenza por haber sido engañados a veces afectan hasta a la misma identidad de la persona de manera cruel y terminante. Nos convertimos en víctimas sin quererlo. Los pequeños actos perversos son tan cotidianos que parecen normales. Comienzan con un abuso de poder, una sencilla (¿?) falta de respeto, una mentira, una manipulación, la sorna con que se deja caer alguna pregunta cargada de cinismo.
La forma de conducirse de determinados actores sociales, culturales, laborales, con relación al otro determina una desvalorización que puede legar a descargar la autoestima del sujeto en una descalificación que no siempre tiene referente porque al no tener la seguridad de ser comprendidas, las víctimas callan y sufren en silencio.

Insisto. Me volveré temática. La comprensión, el respeto, la valorización de las actitudes del otro, el descubrimiento y la aceptación del otro y sus premisas, sus espacios, sus tiempos, sus cosmovisiones, ¿están demodée? ¿son historia antigua? ¿pertenecen a otra cultura? ¿dónde vivimos? ¿qué estamos haciendo con nuestra calidad de vida? ¿es calidad debida?

Dejar de pensar en singular es una práctica saludable. Cuando uno puede trascender la propia mirada y abarcar con el corazón el sufrimiento del otro, creo que es cuando dejamos de ser uno y el mundo para convertirnos en uno con el mundo.
Como dijo Torcuato Di Tella, dos más dos pueden no ser cuatro, pero siempre es más que dos.
Comprender el poder de los espacios es también situarse en una situación de igualdad con el otro que redunda en ejemplos de cooperativismo, solidaridad, comprensión, comprehensión, valoración. La posibilidad de compartir los espacios para crecer, para dar, para recibir, para curar, para sanar, para elevarse y planear, más que para reptar en un asqueroso suplicio de quebrantar la ilusión del otro nada más que por la propia enfermedad que enferma y empobrece no sólo al otro, sino a toda la sociedad, nos ha sido dada.

Tenemos libre albedrío.
Era lo que nos diferenciaba del chimpancé, de Neandertal, de Cro- Magnon.
Sin embargo, en esta macabra mueca del destino, nunca hemos estado más próximos a Cro-Magnon. ¿acaso no es una herejía?
¿O será que no sabemos leer?

En la madrugada del 30 de diciembre, conociendo la perversidad de una infausta noticia que cubrió de luto a un país entero, no pude dejar de relacionar el nombre de la disco con la barbarie que se le atribuía al Hombre de Cro-Magnon… sólo que en el 2004, más allá del Carbono 14 y todas las pruebas actuales de cronologización, tenía nombre y apellido.

Más allá de las identidades individuales o colectivas, más allá de las personas y sus documentos, sus prontuarios o sus causas, la perversidad con que actuamos horroriza. La calidad de vida no tiene que ver tanto con la capa de ozono o la polución ambiental, la tala de bosques o las tierras de los wichí, que también interesan y son importantes; las calorías de la alimentación sana o las clases semanales de pilates.
Depende del alma, del corazón, de todo el cuerpo.
Depende de nuestra salud mental y espiritual.
De la calidad debida para nosotros y para con los demás.

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