ORACIÓN DE FE
A lo largo de mi vida, pero sobre todo en la profundidad de mi existencia, Dios me ha demostrado que no somos más que minúsculos depositarios de su soplo.
Cualquiera fuera mi forma, sólo la esencia que El me ha confiado ha sido la forma en que he ido modelando mi vida.
Por eso, posiblemente digo todo lo que digo, y no siempre callo lo que pienso.
Absolutamente, soy consciente que me fue regalado un espacio de vida no se por cuánto tiempo, y si –a veces- la ansiedad me lleva a dormir poco, no por eso sueño menos, aún despierta.
¡Tantas veces ando cuando los demás se detienen!
A pesar de tener los ojos cerrados muchas veces, no por eso pierdo luz: la llevo dentro y algunos –sólo algunos- saben ver la luz que sale no sólo de mis ojos cuando miro.
Cuando la muerte en bandadas se llevó de mi lado lo que más quería, he sentido la inefable finitud de nuestros días.
Por eso, tal vez sólo por eso, a veces vivo más de prisa, con el miedo desesperado de no saber por cuántos días.
Escucho no sólo lo que otros hablan, sino mejor lo que dicen, lo que piensan, lo que callan.
He dado tanto valor más que a las cosas, a lo que ellas simbolizan.
Cuántas veces son los símbolos las verdaderas muestras de los sentimientos valederos.
He disfrutado de un helado tanto como de la tibieza de unas manos.
Puedo vestirme y desvestirme con la misma sencillez con que desnudo mi alma cuando quiero, porque quiero.
Me tiro de bruces al sol, disfruto el calor de la piedra en la planta de los pies, y puedo gozar aún con la palma de la mano en la caricia de la piel que se estremece; puedo caminar desnuda en los trigales que aún no maduran y sentir la áspera sensación de las espigas sólo alumbrada por la luna.
Sabe Dios que tengo un corazón que aún no ha aprendido a odiar, y puedo sentar a mi enemigo a mi mesa, sin tener que detenerme a esperar que ningún sol derrita lo que siento.
Puedo pintar con los colores del día, girasoles, lirios y amapolas, sin el genio y la locura de Van Gogh.
De entre los talentos recibidos, puedo escribir con mis palabras y llorar de amor entre las letras, recitando de memoria y en silencio el mejor poema de Benedetti.
Canto con Serrat buscando alguna estrella.
No sólo he regado las rosas con mis lágrimas. Cada flor de mis rosales son llanto de dolor por las espinas de mi vida y sin embargo, aún beso sus pétalos cada día.
Dios mío, en este retazo de vida que me queda, no dejo pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero, aunque a veces lo diga con los hechos.
He aprendido que enamorarse rejuvenece y es también amar la vida.
He aprendido a olvidar sin matar la esperanza.
He aprendido de la felicidad que simboliza escalar cada cima.
He debido aprender el indescriptible dolor de la mano de un niño soltándose para siempre de mi mano, y jamás alentaría que alguien sintiera algo siquiera parecido.
He aprendido que ayudar a levantarse, eleva.
He aprendido a amar aún con el corazón vacío.
Y si mi hora está ya cerca, te digo:
Dios mío, sólo dame el amor que necesito y la templanza.
El amor, para continuar creciendo dentro del alma. La templanza, para soportar el designio y la añoranza.
Dejame sentirlo y que me invada.
Que sea él quien desparrame mi ceniza entre las zarzas.
A cambio, yo sólo te digo gracias.
A lo largo de mi vida, pero sobre todo en la profundidad de mi existencia, Dios me ha demostrado que no somos más que minúsculos depositarios de su soplo.
Cualquiera fuera mi forma, sólo la esencia que El me ha confiado ha sido la forma en que he ido modelando mi vida.
Por eso, posiblemente digo todo lo que digo, y no siempre callo lo que pienso.
Absolutamente, soy consciente que me fue regalado un espacio de vida no se por cuánto tiempo, y si –a veces- la ansiedad me lleva a dormir poco, no por eso sueño menos, aún despierta.
¡Tantas veces ando cuando los demás se detienen!
A pesar de tener los ojos cerrados muchas veces, no por eso pierdo luz: la llevo dentro y algunos –sólo algunos- saben ver la luz que sale no sólo de mis ojos cuando miro.
Cuando la muerte en bandadas se llevó de mi lado lo que más quería, he sentido la inefable finitud de nuestros días.
Por eso, tal vez sólo por eso, a veces vivo más de prisa, con el miedo desesperado de no saber por cuántos días.
Escucho no sólo lo que otros hablan, sino mejor lo que dicen, lo que piensan, lo que callan.
He dado tanto valor más que a las cosas, a lo que ellas simbolizan.
Cuántas veces son los símbolos las verdaderas muestras de los sentimientos valederos.
He disfrutado de un helado tanto como de la tibieza de unas manos.
Puedo vestirme y desvestirme con la misma sencillez con que desnudo mi alma cuando quiero, porque quiero.
Me tiro de bruces al sol, disfruto el calor de la piedra en la planta de los pies, y puedo gozar aún con la palma de la mano en la caricia de la piel que se estremece; puedo caminar desnuda en los trigales que aún no maduran y sentir la áspera sensación de las espigas sólo alumbrada por la luna.
Sabe Dios que tengo un corazón que aún no ha aprendido a odiar, y puedo sentar a mi enemigo a mi mesa, sin tener que detenerme a esperar que ningún sol derrita lo que siento.
Puedo pintar con los colores del día, girasoles, lirios y amapolas, sin el genio y la locura de Van Gogh.
De entre los talentos recibidos, puedo escribir con mis palabras y llorar de amor entre las letras, recitando de memoria y en silencio el mejor poema de Benedetti.
Canto con Serrat buscando alguna estrella.
No sólo he regado las rosas con mis lágrimas. Cada flor de mis rosales son llanto de dolor por las espinas de mi vida y sin embargo, aún beso sus pétalos cada día.
Dios mío, en este retazo de vida que me queda, no dejo pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero, aunque a veces lo diga con los hechos.
He aprendido que enamorarse rejuvenece y es también amar la vida.
He aprendido a olvidar sin matar la esperanza.
He aprendido de la felicidad que simboliza escalar cada cima.
He debido aprender el indescriptible dolor de la mano de un niño soltándose para siempre de mi mano, y jamás alentaría que alguien sintiera algo siquiera parecido.
He aprendido que ayudar a levantarse, eleva.
He aprendido a amar aún con el corazón vacío.
Y si mi hora está ya cerca, te digo:
Dios mío, sólo dame el amor que necesito y la templanza.
El amor, para continuar creciendo dentro del alma. La templanza, para soportar el designio y la añoranza.
Dejame sentirlo y que me invada.
Que sea él quien desparrame mi ceniza entre las zarzas.
A cambio, yo sólo te digo gracias.
1 comentario:
He leído los textos de Anastasia y dejado un comentario en el largo relato "El hombrecito". Me llegó a lo más profundo la mística de "Oración de fe" y reconozco el mayor valor de su verso final, al dar las gracias.
Evidencia la autora en su poética conceptual la toma de una actitud de reacción sana y positiva a las inclemencias y las injusticias del mundo. Es la opción que a veces no se ve y nos hace transitar un camino incierto, sin pensar que todo es efímero en la vida.
Leer Anastasia es conocer mejor a su autora.
Norberto Federico Fernández Lauretta, escritor
Publicar un comentario