CAMELLOS
Mi infancia fue feliz, a no dudarlo.
Tal vez, para disfrutar de la alegría por todo lo triste que después me dedicó la vida.
A veces, la felicidad es sólo eso: disfrutar para atrás lo conocido, saber que lo propio tuvo el calor del afecto y la caricia, los amigos para toda la vida, el barrio, el centro, la familia.
Me fui del pueblo demasiado joven, cuando ser adolescente en la época de la dictadura en nuestro país, para muchos de nosotros era una inconsciencia de ideales y proyectos inconclusos.
Mi educación fue disciplinada, en una pluralidad de conocimientos que me posicionaron desde muy chica, en esa dimensión de los idiomas y las universidades con el premio de la labor cumplida, las buenas notas, las salidas cultas y las agendas academicistas.
Después, cuando la época de los exámenes terminó con las obligaciones y los temores de unos tiempos tan difíciles, la juventud se prendió a mis ganas de viajar y conocer con la piel lo que me habían enseñado tantos libros.
No había trabajado nunca. Sólo estudiar y dedicarme a lo mío. Hablar idiomas, aprobar materias, hacer labores, conocer gente y disfrutar de amigos. De golpe, me encontré en un barco vestida con uniforme de azafata, rumbo a acompañar turistas a conocer ice bergs, bases navales, bosques de lenga y pingüinos. A los tres meses estaba de vuelta, pasando por Buenos Aires para subir a otro barco, con destino al Mediterráneo, cambiando los días largos del verano en la Antártica por el calor de las costas de Canarias, Grecia, Egipto. Fue fantástico, divertido. Placentero y señorial en el trabajo como en los momentos de paseo, durmiendo al sol en cubierta o en las fiestas de despedida.
Una noche, en el medio de la comida, el mozo se acercó a mi con una bandeja pequeña y una esquela. Un jeque árabe que viajaba con nosotros respetuosamente ofrecía treinta y dos camellos por una noche conmigo. El mozo lo señaló, miré sus rasgos. Era hermoso. Distinguido. Miraba escudriñando mi decisión con ansiedad de vigía. Sentí temor y gracia a la vez. Solté la risa. El mozo regresó al jeque con los ojos bajos y sin misiva.
Volví varias veces a Marruecos ese año. Trabajé en el Mediterráneo durante varios cruceros. Nunca más miré a un árabe a los ojos. No se qué hubiera hecho con treinta y dos camellos. Tampoco averigüé cuál era el precio de esos animales para un árabe.
Lo que siempre conocí es el precio y el valor de mi dignidad.
MARÍA INÉS MALCHIODI
Mi infancia fue feliz, a no dudarlo.
Tal vez, para disfrutar de la alegría por todo lo triste que después me dedicó la vida.
A veces, la felicidad es sólo eso: disfrutar para atrás lo conocido, saber que lo propio tuvo el calor del afecto y la caricia, los amigos para toda la vida, el barrio, el centro, la familia.
Me fui del pueblo demasiado joven, cuando ser adolescente en la época de la dictadura en nuestro país, para muchos de nosotros era una inconsciencia de ideales y proyectos inconclusos.
Mi educación fue disciplinada, en una pluralidad de conocimientos que me posicionaron desde muy chica, en esa dimensión de los idiomas y las universidades con el premio de la labor cumplida, las buenas notas, las salidas cultas y las agendas academicistas.
Después, cuando la época de los exámenes terminó con las obligaciones y los temores de unos tiempos tan difíciles, la juventud se prendió a mis ganas de viajar y conocer con la piel lo que me habían enseñado tantos libros.
No había trabajado nunca. Sólo estudiar y dedicarme a lo mío. Hablar idiomas, aprobar materias, hacer labores, conocer gente y disfrutar de amigos. De golpe, me encontré en un barco vestida con uniforme de azafata, rumbo a acompañar turistas a conocer ice bergs, bases navales, bosques de lenga y pingüinos. A los tres meses estaba de vuelta, pasando por Buenos Aires para subir a otro barco, con destino al Mediterráneo, cambiando los días largos del verano en la Antártica por el calor de las costas de Canarias, Grecia, Egipto. Fue fantástico, divertido. Placentero y señorial en el trabajo como en los momentos de paseo, durmiendo al sol en cubierta o en las fiestas de despedida.
Una noche, en el medio de la comida, el mozo se acercó a mi con una bandeja pequeña y una esquela. Un jeque árabe que viajaba con nosotros respetuosamente ofrecía treinta y dos camellos por una noche conmigo. El mozo lo señaló, miré sus rasgos. Era hermoso. Distinguido. Miraba escudriñando mi decisión con ansiedad de vigía. Sentí temor y gracia a la vez. Solté la risa. El mozo regresó al jeque con los ojos bajos y sin misiva.
Volví varias veces a Marruecos ese año. Trabajé en el Mediterráneo durante varios cruceros. Nunca más miré a un árabe a los ojos. No se qué hubiera hecho con treinta y dos camellos. Tampoco averigüé cuál era el precio de esos animales para un árabe.
Lo que siempre conocí es el precio y el valor de mi dignidad.
MARÍA INÉS MALCHIODI
1 comentario:
Hi, it's a very great blog.
I could tell how much efforts you've taken on it.
Keep doing!
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