LA REALIDAD
Lic. María Inés MALCHIODI
Becaria BAS XXI
Literatura
Todo es según el color del cristal con que se mire…
Y ella imaginó el paraíso repleto de flores, pájaros de colores, una playa de arenas claras y finas, rosáceas, lamidas apenas por una mar en calma.
La mar, siempre la mar…
Elefantes de colores paseando por la arena, caballitos de mar haciendo rondas de calesita debajo de una pérgola, sirenas recostadas sobre los corales de los arrecifes.
En los días sin noches de su paraíso, Beethoven dirigía un Claro de Luna impecable, y los ruiseñores bailaban sobre las flores intercambiando néctares de espuma de flores almibaradas.
Ella bailó con los ángeles hasta caer rendida sobre sus diminutos pies de muselina, apoyó su cabeza sobre cojines de cisnes y terciopelos, y se sumió en un sueño profundo, silente, envolvente.
Después, mucho tiempo después, se sumió en la pesadilla de infiernos de calderas de hierro fundido por la lava de hogueras coloradas, de lenguas de fuego relamiendo unos cuerpos calcinados, de aullidos y gemidos por la oscuridad de todos los rincones. Ahora era Franz Lizt quien impartía los sonidos de una Danza ritual del fuego con todo su esplendor, mientras lánguidas figuras demoníacas contorneaban de estertores su dolor.
Había tanto color en el paraíso como en el infierno.
La mar, que todo lo puede con su energía de bríos renovados, convocó a sus fuerzas e invadió los fuegos, perdonó pecados, aplacó el dolor, combinó cristales de colores en una caleidoscópica cadencia de los siglos.
No era el color del cristal en si mismo, sino el color de todos los colores que habitaban la realidad de sus imágenes.
Se vio desnuda de apariencias, descubierta de prejuicios, impúdica de realidades.
Sin colores.
Tal cual era.
La locura acudió en su búsqueda. No había lugar para su realidad más que en laberínticas imágenes de su mente que tornaban ora para el bien, ora para el mal. Ora para el gozo, ora para el padecimiento.
Y había color.
Color de placer.
Color de dolor.
Color de ilusión.
Color de tormento.
Color de sufrimiento.
Bien y mal. Luz y oscuridad, risa y grito, fantasía y color. Color del cristal de los recuerdos. Color de la retina y la pupila, color del daltónico recuerdo interior de las imágenes invertidas entre la vista y el cerebro, color de las pigmentaciones de las formas y las ideas. Color de la luz, y a partir de la luz, la forma. Y a partir de la luz la imagen mental de las representaciones, de las cosas, de las realidades que se hacen cuerpo y toman forma en la forma de la idea de la realidad y los mensajes que llegaron desde siempre, desde la forma de las formas y las percepciones que conviven con la esencia.
La niña interior de su conciencia tomó la forma de su recuerdo. Llegó a la mágica realidad de contemplar su propio nacimiento. Sintió la fuerza, el dolor, el grito atávico de su ser resoplando el primer aire de sus pulmones azul y púrpura desparramando el aire por todo el cuerpo.
Se sintió llorar por primera vez, se sintió libre y húmeda de placentas y cordones, limpia de amnióticas realidades que la abandonaban en una árida sequedad de esfínteres relajados y humedales de la piel sedosa de desprendimientos.
Por primera vez sintió el frío exterior de otra realidad diferente a la propia realidad anterior a su partida. Y supo que conocía a Porchia de antemano, y lo escuchó decir “Vengo de morir, no de haber nacido. De haber nacido, me voy”.
Y comenzó a partir.
Comenzó a sentir el frío de la soledad a cuestas por primera vez. El dolor de la soledad de haber salido a una diferencia de tejidos y paños de otros colores, que la luz fue mostrando y el tacto fue sintiendo, y los olores se impregnaron de todos los aromas desconocidos. Abrió los ojos y vio por primera vez la luz.
Esa luz atávica y primitiva que traía desde adentro, desde la propia luz, se hizo luz de otra intensidad, de otra virtud, de otra lejanía.
Y vivió la luz, y sintió el placer de abrir los cauces nuevos de compuertas estreñidas, y sufrió el dolor de sus pulmones henchidos de ese otro aire diferente al de la propia respiración.
Por primera vez sintió la realidad distinta de otras realidades desconocidas a la propia, la realidad de lo que luego comprendió que se llamaba mundo, de otra vida que era su propia vida en la complejidad de la confusión, de la paradoja, de la información, de la desinformación, de la comunicación.
Con el tiempo, comenzó a conocer sus percepciones, tomó contacto con esa otra realidad de sus sentidos que le permitía un viaje en el constante intercambio de comunicaciones del que en apariencia no tenía consciencia, pero que fue determinando su comportamiento.
Todo estaba en su interior. Había que reconocerlo. Entonces, comenzó a conocer. Aprendió los signos, repitió los íconos, imitó las imágenes, equivocó los movimientos, aprendió del error. Pasó de la más simple denominación de las cosas, de la más arcaica forma de ordenar la realidad, a la comunicación con y por medio de su entorno. Preguntó, negó, asintió. Desandó los pasos, se detuvo en sus cavilaciones, comprendió la realidad del grupo primitivo, del más próximo, de si misma con el otro, de los otros entre si, de los otros sin ella, de ella con los otros. De la complejidad del andar a tientas, de la ardua tarea de mantenerse en pie.
Lo que sucedió in illo témpore, en el tiempo de los orígenes, se entrelazó entonces con la atávica realidad que la contuvo desde adentro, desde la mítica realidad de nuestro origen, y que hace atemporal todos los tiempos en una abstracción de péndulo.
¡Si jeneusse savait, si vieillesse pouvait! (si la juventud supiera, si la vejez pudiera) escuchó expresar en un refrán francés, y supo que quedaba al descubierto una realidad cotidiana de vivir enancada en la línea fronteriza entre lo que fue el pasado y lo que será el futuro. Supo de la inmediata vivencia de la realidad, el presente, ese instante infinitamente breve en el que el futuro se convierte en pasado y que, en si mismo, no tiene duración.
Entonces, aprendió con la sabiduría de los tiempos que la capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la existencia, es la realidad que puede ser la esencia de la madurez humana y la tolerancia a la verdad de los demás.
Entonces, aprendió la realidad del color de su cristal, del color de su color, de la única manera de conocer en la constante búsqueda del conocimiento y la comunicación, si en verdad es real la realidad.
Lic. María Inés MALCHIODI
Becaria BAS XXI
Literatura
Todo es según el color del cristal con que se mire…
Y ella imaginó el paraíso repleto de flores, pájaros de colores, una playa de arenas claras y finas, rosáceas, lamidas apenas por una mar en calma.
La mar, siempre la mar…
Elefantes de colores paseando por la arena, caballitos de mar haciendo rondas de calesita debajo de una pérgola, sirenas recostadas sobre los corales de los arrecifes.
En los días sin noches de su paraíso, Beethoven dirigía un Claro de Luna impecable, y los ruiseñores bailaban sobre las flores intercambiando néctares de espuma de flores almibaradas.
Ella bailó con los ángeles hasta caer rendida sobre sus diminutos pies de muselina, apoyó su cabeza sobre cojines de cisnes y terciopelos, y se sumió en un sueño profundo, silente, envolvente.
Después, mucho tiempo después, se sumió en la pesadilla de infiernos de calderas de hierro fundido por la lava de hogueras coloradas, de lenguas de fuego relamiendo unos cuerpos calcinados, de aullidos y gemidos por la oscuridad de todos los rincones. Ahora era Franz Lizt quien impartía los sonidos de una Danza ritual del fuego con todo su esplendor, mientras lánguidas figuras demoníacas contorneaban de estertores su dolor.
Había tanto color en el paraíso como en el infierno.
La mar, que todo lo puede con su energía de bríos renovados, convocó a sus fuerzas e invadió los fuegos, perdonó pecados, aplacó el dolor, combinó cristales de colores en una caleidoscópica cadencia de los siglos.
No era el color del cristal en si mismo, sino el color de todos los colores que habitaban la realidad de sus imágenes.
Se vio desnuda de apariencias, descubierta de prejuicios, impúdica de realidades.
Sin colores.
Tal cual era.
La locura acudió en su búsqueda. No había lugar para su realidad más que en laberínticas imágenes de su mente que tornaban ora para el bien, ora para el mal. Ora para el gozo, ora para el padecimiento.
Y había color.
Color de placer.
Color de dolor.
Color de ilusión.
Color de tormento.
Color de sufrimiento.
Bien y mal. Luz y oscuridad, risa y grito, fantasía y color. Color del cristal de los recuerdos. Color de la retina y la pupila, color del daltónico recuerdo interior de las imágenes invertidas entre la vista y el cerebro, color de las pigmentaciones de las formas y las ideas. Color de la luz, y a partir de la luz, la forma. Y a partir de la luz la imagen mental de las representaciones, de las cosas, de las realidades que se hacen cuerpo y toman forma en la forma de la idea de la realidad y los mensajes que llegaron desde siempre, desde la forma de las formas y las percepciones que conviven con la esencia.
La niña interior de su conciencia tomó la forma de su recuerdo. Llegó a la mágica realidad de contemplar su propio nacimiento. Sintió la fuerza, el dolor, el grito atávico de su ser resoplando el primer aire de sus pulmones azul y púrpura desparramando el aire por todo el cuerpo.
Se sintió llorar por primera vez, se sintió libre y húmeda de placentas y cordones, limpia de amnióticas realidades que la abandonaban en una árida sequedad de esfínteres relajados y humedales de la piel sedosa de desprendimientos.
Por primera vez sintió el frío exterior de otra realidad diferente a la propia realidad anterior a su partida. Y supo que conocía a Porchia de antemano, y lo escuchó decir “Vengo de morir, no de haber nacido. De haber nacido, me voy”.
Y comenzó a partir.
Comenzó a sentir el frío de la soledad a cuestas por primera vez. El dolor de la soledad de haber salido a una diferencia de tejidos y paños de otros colores, que la luz fue mostrando y el tacto fue sintiendo, y los olores se impregnaron de todos los aromas desconocidos. Abrió los ojos y vio por primera vez la luz.
Esa luz atávica y primitiva que traía desde adentro, desde la propia luz, se hizo luz de otra intensidad, de otra virtud, de otra lejanía.
Y vivió la luz, y sintió el placer de abrir los cauces nuevos de compuertas estreñidas, y sufrió el dolor de sus pulmones henchidos de ese otro aire diferente al de la propia respiración.
Por primera vez sintió la realidad distinta de otras realidades desconocidas a la propia, la realidad de lo que luego comprendió que se llamaba mundo, de otra vida que era su propia vida en la complejidad de la confusión, de la paradoja, de la información, de la desinformación, de la comunicación.
Con el tiempo, comenzó a conocer sus percepciones, tomó contacto con esa otra realidad de sus sentidos que le permitía un viaje en el constante intercambio de comunicaciones del que en apariencia no tenía consciencia, pero que fue determinando su comportamiento.
Todo estaba en su interior. Había que reconocerlo. Entonces, comenzó a conocer. Aprendió los signos, repitió los íconos, imitó las imágenes, equivocó los movimientos, aprendió del error. Pasó de la más simple denominación de las cosas, de la más arcaica forma de ordenar la realidad, a la comunicación con y por medio de su entorno. Preguntó, negó, asintió. Desandó los pasos, se detuvo en sus cavilaciones, comprendió la realidad del grupo primitivo, del más próximo, de si misma con el otro, de los otros entre si, de los otros sin ella, de ella con los otros. De la complejidad del andar a tientas, de la ardua tarea de mantenerse en pie.
Lo que sucedió in illo témpore, en el tiempo de los orígenes, se entrelazó entonces con la atávica realidad que la contuvo desde adentro, desde la mítica realidad de nuestro origen, y que hace atemporal todos los tiempos en una abstracción de péndulo.
¡Si jeneusse savait, si vieillesse pouvait! (si la juventud supiera, si la vejez pudiera) escuchó expresar en un refrán francés, y supo que quedaba al descubierto una realidad cotidiana de vivir enancada en la línea fronteriza entre lo que fue el pasado y lo que será el futuro. Supo de la inmediata vivencia de la realidad, el presente, ese instante infinitamente breve en el que el futuro se convierte en pasado y que, en si mismo, no tiene duración.
Entonces, aprendió con la sabiduría de los tiempos que la capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la existencia, es la realidad que puede ser la esencia de la madurez humana y la tolerancia a la verdad de los demás.
Entonces, aprendió la realidad del color de su cristal, del color de su color, de la única manera de conocer en la constante búsqueda del conocimiento y la comunicación, si en verdad es real la realidad.
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