miércoles, 24 de febrero de 2016

de grises tristes

DE GRISES TRISTES

Qué gris oscuro está este nuevo día,
qué gris y humo y frío y hojarasca;
el gris otoño desparramó sus brazos,
pintando todo de gris melancolía.

Volví mis ojos a la pobreza oscura,
el hambre audaz, el frío y la amargura
del niño pobre, la mano tan vacía
del hombre solo que lucha por la vida.

El día gris me resolvió la duda
que cierne en mi alma resorte de alegría
por estar sano, tener las manos puras,
amar a Dios, tener la espalda erguida.

Vencer el tedio, el odio y la mentira,
salir a flote en esta mar oscura
de gris miseria, acuosa y atrevida,
llanto del alma con las entrañas duras.



con ritmo de malambo

CON RITMO DE MALAMBO

Salí junto a ti
para allá
y sin más pensar
me encontré en el mar.
Las olas que vienen
las olas que van
mirando volar
las gaviotas pasar
cantando a la vida
el sol saludar
La arena se pega
en mi caminar
Con las caracolas
Alfonsina está
juntando madréporas
del fondo del mar.
Algún pez espada
la miró pasar
llevaba en su pelo
algas y coral,
maraña de espuma,
sonrisa de sal,
encajes de algas
salobres del mar,
puntillas de arena
que en la playa están.
Las olas que vienen,
las olas que van
me llevan de aquí para allá,
arrullo dormido
cunita de sal.
El sol se ha dormido
y en la playa está.


y estoy aquí


Y estoy aquí, otra vez, pensándote.
Sabiendo que está de más. Que no interesa tu sentencia.
Ya está resuelto.
Sin embargo, vacía quedo sin saber de tu presencia.
Porque no hubo preguntas ni requiebros.
Porque la suerte estaba echada.
Y fuiste vos, porque tuviste que serlo.
Como hubiera seguido no-siéndolo por mucho tiempo.
Y el carisma de mi esencia seguiría por romanza.
Por teorema.
Por costumbre de no asumir la circunstancia de cambiar
el estado corpóreo,
de la equidistancia pendular,
del mismo círculo envenenado porque sí.
Y cambiar -cambiando-nada.
Y reír, sintiendo la espalda mancillada de reproches.
Que     quedaron atrás,
que nunca hubieron.
Que no sentí sino alegría de saberlo yerto.
Compartido en la penumbra de mi mente.
Gris y sol.
Aguilas y anguilas cerniéndose en el alba.
                                         27/III/75


partida de domingo


Mi padre
mi pueblo
el tren del domingo
un brazo en saludo
hasta el próximo
beso.
Mi madre
ocultando
tristeza y angustia
de soles y lluvia
en cada partida
esperando
el regreso.
Estaciones en marcha
de postales de invierno
teñidas de herrumbre
mojadas de sol.
Y el viento
trayendo
dejando
llevando
el olor del pueblo
la marca en la sangre
la huella en el viento.
De pertenencia y no.
Por sufrimiento y no.
Por dejarlo
todo
en cada partida.
Por llevarse
algo
que no puede quedar.
El sentirse
dueño
patrón
heredero
descendiente
desertor.
Ladrón de alegrías
por el propio yo.
Y ver que se aleja,            
se esconde
en un punto
la imagen que queda
prendida
al adiós.
Como quedan
muertas
en cada partida
las palabras
la gente
el pueblo
mis padres
mi abuela
llorando
y el tren
tras el sol.-
              31-VIII-75


tengo ganas

Tengo ganas
de quedarme inmóvil
contemplando el mundo
desde algún lugar.
París, California,
Marbella, La Quiaca,
Sarmiento, Las Parvas,
Rusia o Senegal.
Oir de repente la voz de mi hijo
gritando ¡Mamá!
Volver del recuerdo con alma de alondra.
Asir en el viento
perfume de albahacas,
ruidos de marsupias,
rumor de hojarasca pisada con pausa,
sendero de plátano de ocre otoñal.
Mirar a lo lejos
que llueve en el monte;
se pierde en silencio el olor en el aire,
la gota en la tierra,
la savia en el brote,
el rubor en la brisa,
la mirada en el hombre,
las ganas de todo y la nada en el borde.
Abismos de dudas,
preguntas sin rumbo,
silencios y noches,
mañanas sin nombres.
Naturaleza muerta en las retinas,
paisajes desteñidos de añoranza.
Querer decirlo todo en la mirada,
vagar como un autómata entre niebla
y fantasmas cuchicheantes, y nudos y
gargantas.
Sonrisa que se vuela por los ojos,
palabras que no saben adularla.
Sabor a conocido entre los párpados
que el sueño traiciona en madrugadas.
El canto de sirenas en las almas,
voces ignotas de alabanza.
Buscar incontenida las respuestas

sabiendo que -quién sabe?- no hay palabras.-

treinta y dos

TREINTA  DOS



Te fuiste.
Y yo te dejé ir.
Era inevitable.
Bajo la lluvia intermitente
de este otoño,
que penetra hasta el ocaso
de mi fibra.
Caminé.
Con paso lento,
rumbo incierto.
Hasta que la realidad de mi estructura
dijo basta.
Y el misterio
desentrañable
de mi vida,
tuvo otro sabor.
El del olvido.
El de un mañana nuevo.
Y la página treinta y dos
de mi memoria,
se perdió
en el viento.-





no se por qué

NO SE POR QUÉ

No se por qué quise escribirte. Aún sabiendo que no debo. Aún sabiendo una vez más que esto es pecado. Pero lo necesito. Porque de repente, me acordé de vos. De una tarde anocheciendo, de ésos días que se confunden con los de ahora, allí, cuando marzo y setiembre se mezclan con el tiempo, con las plantas, con el aire templándose o casi frío de esa sinfonía inconclusa del otoño o primavera, o la vida y la muerte. O algo así, o al revés.
Porque fijate... pasó todo al revés. yo estoy viva, en este setiembre que te mató, que estranguló tu vida porque ya estaba derretida la escarcha del invierno.
Porque apenas nació la primavera, como esa vez (te acordás?) cuando me ayudaste a ser felíz por un momento, en un cántico de primavera en que los dos festejábamos algo.
Por qué, si el otoño es muerte, si Marzo lo estrangula con la desnudez del alma, por qué te conocí en Marzo, dando comienzo a la vida?
Y una vez más, por qué tuviste que morir en primavera, si ella misma representa la existencia?
Nunca entendí.
Y sin embargo, de tanto pensarte, de tanto obligarte a estar vivo (porque vos no podías morirte), de puro traerte a mí para reclamar la explicación que no me diste nunca, que me quedé esperando para siempre, estranguló hoy el siempre para decirte adiós de una sola vez, para siempre.
Porque hasta ahora no pude decirte chau.
Porque el chau simplista que dijiste formular con desprecio, no te lo había dicho antes, por respeto a tu muerte prematura; por temor a estar vengando tu silencio.
Pero ahora, vi la luz en mi denuedo.
Por eso quise escribirte.
Aunque después, doblado en flor, lo repose en tu tumba para siempre.
Aunque, así no más, deshaga para siempre el nudo de la duda y te grite, así, aunque no puedas escucharme, que como el niño del limbo, tu presencia no tuvo cronología más confusa que la del tiempo muerto.
Porque naciste muerto en el destino.
Porque, como el otoño, Marzo muere. Marzo nace para matar las flores, para morir los niños, para arrancar las hojas.
Y vos le arrancaste tres otoños que lucharon con desenfreno por florecer de nuevo, pero hubo de nacer la primavera, para llevar el frío y darme lo verdadero.
Porque sólo con la muerte de la escarcha regresan las golondrinas.
12/IX/72.



dos palabras

DOS PALABRAS

Me has dicho dos palabras.
Dos palabras tan viejas como la humanidad toda.
Dos palabras tan tiernas,
que una gota traviesa
se detuvo en mi pelo
y no quise quitarla.
Dos palabras tan lindas,
que esa lluvia nocturna
me mojaba los párpados,
y no supe enseguida que era una lágrima.
No podía entender que mi ángel de la guarda,
en lo alto de ese cielo
que a los dos nos cobijaba,
enjugó una sonrisa pura
en la emoción de esas palabras.
Me has dicho dos palabras.
Y tu boca en su partida
encaminó nuestro encuentro
en la canción sin palabras.
Esa música sincera que ambos entonábamos
en el profundo hormigueo del sentido hecho esperanza.
Y sentí de repente
como un nido de mariposas
en el fondo de mi alma.
De libélulas puras como el cristal del agua
que humedecía el abrazo
que confundió esa añoranza.
Dos palabras...
Y el mundo se detuvo en la unión de nuestro espíritu,
que en beso de esmeraldas
bordado por tu caricia,
me transportó a otro encuentro,
el de la dicha olvidada...
¿Cómo explicarte?
¿Cómo decirte, que la caja de música
que en mi pecho guardo escondida,
comenzó a dar sus sones
cuando vos la conociste?
¿Que la luna de mis días era opaca, desabrida,
y sólo por tu recuerdo
se tornó de luces llena,
con destellos opalinos?
¿Cómo empapar tu fibra de anhelos,
contándote todo el bullicio
que tu aurora me embelesa?
¿Cómo pedir que la boca que tu boca besa
acalle tu nombre viejo
renovado con mi anhelo?
¿Cómo...?
Con dos palabras.
Te quiero.
Son sólo éstas.
Te las entrego.                               6/9/71


súplica

SÚPLICA
No te pido, Señor
que él me quiera,
sino que a mi vida
llegue el Amor.
No te ruego, Dios mío,
su cariño,
sino el alma entera
de tu hijo, en comunión.
Tan sólo ansío
que Tu Luz eterna
ilumine en mis labios
la Oración.
Y me hagas pura,
como amapolas
que en los prados crecen
a Tu amparo,
Señor...
Hazme dulce,
angélica criatura;
que en mis días
lleve siempre tu pregón;
y germine, muy dentro de mi dicha,
la palabra buena
del perdón.
Te pido, Señor,
hoy, de tus manos,
la llaga sangrante
de tu Amor.
Y que él sea
por siempre en mi camino,
sed de verdades,
ley de justicia
y salvación.
Me inclino, Jesús,
ante tu rostro,
y alejo de mí todo rencor.
Encomiendo a Tí,
pleno, mi espíritu,
y espero de mi vida
una flor...
3/10/71



cuatro estrellas


CUATRO ESTRELLAS


Sarah, la gobernanta del hotel, era lesbiana. Muy poca gente lo sabía. Ella no se había dado cuenta, porque su histeria lograba tapar cualquier otro síntoma. El jefe de recepción estaba preocupado: habían comenzado a desaparecer turistas. Primero, el problema fue con los empleados del Hotel. Uno a uno, la gobernanta llamaba a su habitación a los hombres de Mantenimiento, alrededor de las tres de la mañana, pero a la hora de salida no aparecían. Ella bajaba a recibir las medialunas y el pan con energía renovada cada día, y un brillo misterioso en los ojos profundos. Taconeaba marcando el paso por los pasillos, y tenía alborotado a todo el personal durante todo el día. Se jactaba siempre de su pasado como personal femenino de las Fuerzas de Seguridad, y tenía a todos guardando la línea. Si alguien se resistía a sus llamados, al día siguiente era despedido.

Uno a uno, fueron desapareciendo todos los nocturnos de la sección. Después, comenzó a llamar a los encargados del bar. Ya no quedaban hombres trabajando en el Hotel. Y las mujeres estaban desesperadas, soportando el maltrato. Cuando desapareció el empresario de Mendoza, nos llamó la atención: no era gente de irse sin pagar. Dos días más tarde, no bajó a desayunar el viajante de la 214. Cuando vieron salir la ambulancia del garage con el metalúrgico de la 318, todos supieron que el pobre hombre ya era eunuco. La mucama encontró su cama tendida, y unas gotas de sangre en el piso del baño de Sarah.

Después de ese episodio, Sarah salió con un bolso en la mano y una sonrisa triunfal en la mueca de la cara. Dijo que iba a visitar a su familia, pero no volvió más.

El gerente estaba preocupado. Hablaba poco, casi nada. Comenzó a llegar cada vez más tarde, y en su rostro se adivinaba toda una noche en vela. Para colmo, venía desprolijo, sin afeitarse. A todos comenzó a llamar la atención su conducta, cada vez más taciturna y retraída. Hasta que un día, pidió que abrieran la habitación de Sarah,  pero la encontró vacía. Recorrió cada rincón, buscando algún atisbo de la gobernanta, pero todo estaba ordenado y solitario. Un escalofrío inquietante recorrió sus fibras, al sentir su olor rebotando entre las paredes del cuarto. De un instante, recordó las horas interminables en que sació su hambre de pasiones entre los pliegues de esa cama ahora tan pulcramente tendida. Un dejo a nostalgia se escurrió por su garganta y de pronto, sintió que sus manos estaban húmedas. Tan húmedas como el sexo de Sarah temblando con sus caricias, pensó. Y de golpe, se dió cuenta de cuánto la extrañaba. Un demonio apesadumbrado bailoteó entre sus párpados de repente, y tuvo ganas de compartir con alguien su impotencia. No sabía qué decir... Se sintió atado de pronto a ese pasado tan inminente e inseguro, que como un eco insolente se estrellaba por todos los rincones del cuarto vacío de la gobernanta. Cerró la puerta tras de sí, y se dejó estar. Si su mujer  hubiera conocido su historia apasionada con Sarah, hasta sentiría el alivio de la pena compartida. Pero esta soledad de Sarah se le hacía insoportable. Le cabían todas las preguntas en una mirada, por todas las formas vacías de silencio. Por la ventana entreabierta del sexto piso, vió una vez más como se recortaba la sierra yerma sobre el cielo diáfano, como tantas otras tardes lo contemplaba con la cabeza rendida sobre el vientre de Sarah. Volvió a sentir en la profundidad del alma el aroma húmedo de cada repliegue  de su cuerpo llamándolo al placer robado cada tarde. Pero ella no estaba. Un sentimiento de tristeza y abandono lo impulsó a salir del cuarto, con las manos vacías, con todo su  ser temblando de impotencia. Como un último impulso de encontrarla, abrió la puerta del placard, y de la única percha de madera, vió que colgaba una vagina.-                




abrazame

ABRAZAME

No sabés la pena que me invade. Tengo el frío del invierno cerniéndose en mi cuerpo, contándome que ya no estás. Te extraño. Sabés? no puedo olvidarme tu mirada inexperta, tu mutismo queriendo gritar de golpe todas tus emociones contenidas. Qué tristeza tan insípida, este saberte desprotejido y yermo, pero a la vez tan creído de tus dotes que te hace envilecer cada cosa que tocaras. Qué tristeza darme cuenta de todos los rincones de tus límites, y hallarte sin rincones, sólo una línea absurda que no se sabrá jamás si es tu partida, o es tu meta.
Pero para qué perder tiempo en cavilaciones.
Da lo mismo.
Sos tan hueco...
Tuve ganas de amarte como nunca habías sentido, para que supieras como sabe el gusto de los besos del amor adulto.
Tuve ganas de hacerte sentir en la piel con manos de seda, para que aprendieras que la vulgaridad de otras manos no eran para tu piel.
Tuve ganas de mirarte de frente, como nunca te habían mirado, para que supieras que los ojos mansos de esta altura de mi vida guardan todo el fulgor de las primeras miradas, acrisoladas en punzantes emociones.
Tantas ganas tuve, y todas las dejé guardadas bajo siete llaves, del candado que vos guardaste no sé para qué.
Tantas ganas de gusto y a montones, como no podrás ya nunca suponer que alguien podrá darte, porque ahora, todo el mundo sabrá que no son para vos.
Sabés? Me di cuenta que no valía la pena el día que comíamos juntos y te hurgaste la naríz. Ni siquiera te diste cuenta de mi asco. Hasta ahí, creí que pertenecíamos a mundos semejantes, pero entre todas las cosas que llevo aprendidas, aprendí que los señores que merecen gozar como señores no se tocan la naríz en la mesa de un restaurant.
Tampoco se meten los dedos dentro de la boca cuando les parece que se les rompió un diente, y en realidad sacan una minúscula partícula de hueso de pollo.

Te faltaba tanto por aprender...
Creo que fue entonces que comprendí que no valía la pena. Que tu abrazo sería sucio, desprolijo y manoteado por la inexperta soledad de tus pasiones compartidas con cualquiera.
Sin embargo, tuve ganas de enseñarte a ser un hombre con mayúsculas, distinguido, como para que fueras digno del lugar que ocupas.
Pero también con eso me equivoqué.
Burro viejo no agarra trote, cuenta la sabiduría popular. Y es tan sabia...
A vos te hace falta mucha calle para merecerte una mujer como yo.
A vos te queda grande hasta la vieja ésa que vende poleo y peperina en la puerta del supermercado. Estoy segura que es bien hembra para conseguir sustento con sus manos, con toda la fuerza de su espíritu pidiéndole a la vida que no la deje caer.
Vos sos tan distinto... No valés ni siquiera éso... ni un poco de poleo de las sierras.
Me terminé de convencer el otro día, cuando te llamaron de la maternidad.

- Abrazame,- gimió Claudia en el teléfono, contándote que el guacho que había parido era tu hijo.

Y a vos se te erizó la piel. No sabías como enfrentar al mundo con semejante realidad a cuestas, y tuviste ganas de morir. Pero antes, había que matar a unos cuantos, por las dudas. Para que no hablen. Para que nadie suponga que no tenés agallas, cuando en realidad no tenés nada. Ni agallas, ni modales, ni cojones, nada...

Sabés? A vos nunca te enseñaron lo que significa querer. Para un pobre infelíz como vos, querer es tener. No importa qué; pero tener... plata, poder, putas, todo con p. Por la p de pelotas que te faltan.
Pero no te asustes, yo no me quedé con las tuyas. Nunca se me ocurrió tocártelas siquiera. Lo mío fue  platónico desde el pié hasta el alma, idílico desde el alma a mí, con Benedetti soplándome en los poros recitando que en la calle codo a codo somos mucho más que dos, y a vos te quedó tan grande que seguiste solo por la calle de la mugre, la coima y la venganza. Porque sólo vengándote de los que somos mucho más que vos, te sentís potente.

Sabés? Ahora que te dije todo esto, puedo pedirte de nuevo que me abraces. Yo sentiré los mocos del que sufre de todas las pobrezas, fregándose en mi rostro con tu beso. 
Serás mi prójimo más menesteroso.
También puedo abrazarte desde mi decepción, y decirte sos un gil.-



la mente en blanco y la pirámide


LA MENTE EN BLANCO Y LA PIRAMIDE




Judith estaba con su amiga. La de la mente en blanco. Venían caminando por una casa grande, algo así como una escuela antigua, con un patio central donde confluían todos los salones. La amiga le decía algo insistentemente. Pero Judith seguía ensimismada en su idea. Le habían robado la pirámide, y ella estaba segura de poder hallarla. Su amiga sonreía, incrédula, mientras caminaban por la galería interior de aquélla casa. Unas columnas de hierro antiguas sostenían el techo de chapa ornamentado en orlas que hacía de resguardo para la tarde lluviosa de aquél patio. Cuando iban llegando a la puerta de una de las habitaciones, la amiga de Judith se detuvo, giró hacia atrás, y se acomodó el saco de lana que llevaba puesto sobre los hombros. En ese momento las ví. Judith extrajo un arma del bolsillo de su blazer, y apuntó.
Desde algún sitio, yo supe que adentro había un hombre metido en una cama de cobijas claras. No alcancé a ver su rostro. Sólo una forma de cabeza despeinada emergiendo de entre las sábanas, y a los piés de la cama, una forma de niño sentado, de espaldas. Judith apuntó segura, su amiga ya no estaba.
De golpe, comencé a dar gritos, espantada, pidiéndole que no tirara. Pero Judith estaba segura de hacer lo que quería, y no dudó. Comenzó a disparar una y otra vez hacia la cama, y yo gritaba cada vez más fuerte, pero el eco de mis gritos se hacía humo en volutas por entre las columnas de la galería. Judith no me escuchaba.

- Por favor, no le tires! Judith, no! ¡No dispares!, grité de golpe, corriendo, y el pelo a montones se metía en mi boca como en bocanadas de seda que me ahogaba.

Judith se dió vuelta hacia mí, sonrió mirándome, y guardó el arma nuevamente en el bolsillo de su saco. Me acerqué agitadísima, la tomé por los codos, y cuando la toqué, el marrón de las mangas de su blazer pasó a formar parte del color de mis manos. Ella comenzó a reír a carcajadas, mientras me miraba con los ojos serenos, sin culpa, como si no hubiera ocurrido nada.

- Qué hiciste, Judith, qué hiciste? -pregunté como tarada.
Desde algún otro lugar, supe que no había hecho nada.
Ella introdujo su mano en el bolsillo donde había guardado el arma, y extrajo una pirámide de mármol veteada.


- Por suerte, la traía conmigo -me dijo, y nos fuimos a buscar a su amiga, que seguía apoyada en el marco de la ventana.-

la modista

LA MODISTA


Catalina de Di Pietro no era tan mala. Pero su mirada de bruja enardecida era más elocuente que el resto de sus gestos apacibles. Tenía el pelo lacio y entrecano atado en un rodete inmundo a la altura de la nuca. Un sin fin de horquillas de metal desparramados por toda la cabeza, no hacían más que aseverar su gesto hosco y punzante. Tenía arruguitas minúsculas alrededor de la boca, intercaladas con  gruesos surcos oscurecidos por el vello renegrido del embozo. Un rictus de desprecio y altanería se recortaba en la mueca de su sonrisa, alguna que otra vez suelta a volar en carcajada cuando le contaban algún chisme que ella ya sabía.
Una bruja. Lo que se diría una verdadera bruja.

Tenía setenta y tres años y era jubilada costurera. De ahí sus bigotes afilados en el rictus de la boca repleta de alfileres punzantes, y esa costumbre de herir en el comentario como aguja afilada penetrando en la carne de las telas.
Catalina Orellano de Di Pietro era viuda, además de todo. Y no tenía hijos, para colmo.
Había tomado la costumbre de escuchar radio todo el día, y había veces en que la dejaba encendida toda la noche, como compañía. Era tan feo, eso de despertarse en las noches y estar a solas, sin nadie roncando siquiera en otro cuarto...
Porque a su lado, jamás otro hombre había dormido. Catalina Orellano de Di Pietro era mujer de un solo hombre, y cuando quedó viuda, juró que nadie más vendría a su casa a compartir su esfuerzo de trabajar todo el día encorvada sobre la máquina de coser, noche y día, día y noche, dándole al pedal sin descanso para satisfacer a todas sus clientas.

Había tenido suerte. Gracias a esa clienta pituca que le presentó Dalmira Sosa, le habían caído en tropel una sarta de cogotudas[i] de Barrio Norte, de ésas que se mandan la parte diciendo que le compran a Gath y Chaves, pero en realidad solo van a mirarle las vidrieras y copian los modelos que luego le traen para que ella cosa. Porque en los barrios esos hay de toda clase de gente; para todos los gustos y todos los presupuestos. Algunos se quedaron contando las historias de los padres, de la familia de ricos venida a menos, que de golpe se quedaron en la vía[ii] y no les alcanza ni para las expensas. Y bajar el nivel les cuesta. No es como en el caso de Catalina, que siempre fue pobre, y ya nunca más cambiaría su suerte. Pobre nació y pobre andaría a los tumbos por la vida, recibiendo apenas la limosna de la pensión del marido, y la plata de su magra jubilación. Menos mal que le quedaban algunas buenas clientas todavía, pero la soledad era un hueso duro de roer, y ella no podía masticarlo ya, de tan gastados que tenía sus dientes. Las vecinas eran lo único que le quedaba, y ya no las tenía para comentar sus cuitas, desde el día aquél que se pelearon por el gato de Norma, y las otras hicieron causa común en su contra. A ella no le gustaron nunca los gatos, y ese edificio apestaba de gatos por todos lados.
Catalina vivía en el tercer piso de un antiguo edificio de Piedras al 800[iii]. Desde el vetusto balcón de su departamento, veía los cables del trolley-bus y siempre le había llamado la atención el chisporroteo de luces que estallaban al entrechocar los cables con la guía del coche. El piso temblaba de gris y hollín cada vez que coincidían el trolley pasando por la superficie, recorriendo las calles sin demasiada prisa, y el subte de la línea A, que frenaba justo debajo de su casa, para entrar en la estación Belgrano.
Los gatos de las vecinas gritaban toda la noche en su ventana, cuando el celo las llamaba a la procreación y a la vida. Tal vez fuera por eso que Catalina no soportaba el griterío de la vida llamando por más vida. Su cuerpo yermo no conoció de encuentros ni demasiados celos. Un chasquido de los cuerpos hacía ya tanto tiempo, que ni se acordaba. Y el infarto de Genaro Di Pietro, en la mitad de la noche, sin despedirse de ella ni de nadie, sólo el último ronquido tomándose el pecho con las dos manos, en un intento desesperado de respirar con el último aliento de la vida, mientras abría los ojos desmesuradamente, para luego caer hacia un costado de la cama, pesado, inerte, yacente para siempre.

Aquél día, Catalina llamó a cada una de sus vecinas, en un grito desesperado de auxilio, y nadie acudió. Tuvo que arreglarse sola con todo, hasta que llegó Floreal, su cuñado que vivía en Villa Luro. El se encargó de todo, pero las vecinas no aparecieron ni cuando llegó la ambulancia de la cochería para llevarlo a Chacarita. Lo velaron con el cajón cerrado hasta las tres de la tarde en la sala de velatorios que quedaba cerca del Cementerio, y de allí lo llevaron directo a la sepultura. Cuando Catalina regresó al departamento, Clara y Carmen, las vecinas del segundo, vinieron a sacarla de la cama para darle el pésame. ¡Habráse visto semejante atropello! Bastante había vivido ella desde la noche anterior como para no tener derecho a un buen baño, y acostarse luego a descansar. Las vecinas tenían el resto de la vida para fingir dolor por la viudez ajena.
Catalina quedó resentida desde aquélla vez, y después pasó lo de los gatos y sanseacabó. La intolerancia se convirtió en bronca y con el tiempo, la soledad y los gatos, la bronca devino en odio incontenido. No podía soportar su soledad en silencio, pero muchas veces prefería el bullicio de la radio, antes que escuchar la risa de sus vecinas. Ellas cotorreaban todo el día, iban juntas a la feria de Constitución una vez a la semana, salían a comprar por Once dos veces al mes, y paseaban a los niños. Los llevaban a la Escuela, iban a buscarlos por las tardes, paseaban en subte haciendo todas las combinaciones por la misma plata de un cospel. Y volvían por la tarde, cansadas y ruidosas, contándole a todo el mundo lo que habían visto y lo que harían la próxima vez.

Catalina escuchaba Radio Nacional, y estaba segura de pasear mucho más que nadie por todo el país, escuchando los mensajes de todo el pueblo, la música de Los Chalchaleros, todo mágicamente conducido como en un viaje imaginario que terminaba cada noche con la música clásica que más le gustaba.

Catalina tenía su sala de costura en la habitación de servicio, y desde allí controlaba todo el movimiento de los balcones interiores de todos los edificios de la calle de atrás.
Su taller era el refugio donde pasaba la mayor parte del día, y muchas, muchas horas de la noche, cuando el pedido apurado de alguna clienta le demandaba robarle horas al sueño y sumergirse en la pasión de la tijera y los hilos, los moldes y el sulfilado. Los dedos de Catalina eran diestros en eso de pasar el punto flojo, hacer costura francesa y bordar ojales. Para eso se necesitaba paciencia y buena vista. Y a Catalina de Di Pietro le sobraban de las dos. Tenía que tener mucha paciencia para aguantar las veleidades de las clientas, los berrinches de la señora de Carreño, que se creía exquisita y terminaba portando mamarrachos al bies para gente más joven que ella. Pero Catalina les daba la razón. Más paciencia tenía que tener para soportar a sus vecinas, harpías totales que vivían chusmeando en los pasillos, y la saludaban como de favor. Pero ella no ignoraba que le tenían estudiados todos los movimientos. Sabían del día en que venía la empleada que le ayudaba con la limpieza de la casa, una vez por semana, desde que había tenido aquel problema de columna que la dejó tan dolorida. Y estaba casi segura que algo le preguntaban a la empleada cuando llegaba o cuando se iba. Sobre todo Carmen, la turca esa que se las daba de madame y era una pobre infeliz. La tenía bien estudiada. Nadie mejor que ella sabía los pasos que daba la turca. Catalina llevaba años observando el movimiento de cada uno en esa casa vetusta y arruinada, con olor a moho por todos los rincones.
Desde la ventana de su sala de costura, veía siempre cuando la turca hablaba por teléfono al ratito que salía su marido. Los miércoles y los viernes, a eso de las nueve de la mañana, el marido venía a la cocina, abrazaba a la turca por la cintura, le daba un beso y salía, arreglándose la corbata en el espejo de la repisa del comedor. Carmen cerraba la puerta, se acomodaba la ropa en un fugaz pero prolijo movimiento de las manos, y  llegaba hasta el teléfono. Hablaba brevemente. Luego cortaba y desaparecía, apagando tras de si la luz de la cocina. Todos los departamentos tenían el mismo problema: eran cómodos pero oscuros, y daban a un pozo de luz todas las cocinas de la cuadra, en un inmundo aquelarre de olores y ruidos de todas las vajillas a la misma hora.

Catalina hacía los moldes de la ropa de sus clientas sobre la mesa grande del comedor, y así fue que un día descubrió la luz encendida en el dormitorio de Carmen, y un movimiento acompasado de brazos desnudos quitándose la ropa, acomodándose el pelo, desvistiendo el torso de un hombre...
Catalina no daba crédito a sus ojos. De pronto, la luz se apagó y no tuvo más remedio que volver a lo suyo. Un odio incipiente roció de amargura el tronco de su voz, y no pudo cantar al compás de la radio. La muy perra... Seguro que era ese a quién llamaba cada vez que el marido se iba a trabajar.

- No hay derecho-, pensó en voz alta, a la vez que buscaba el lado bueno de la tela para apoyar los moldes del tailleur. En realidad, el crèpe de chinè daba lo mismo de un lado que del otro para el corte, así que no había nada más que marcar con la tiza y pinchar algunos alfileres salteados. El punto flojo se pasaba en un santiamén. Y toda esa operación, en falda y saco, debería pasarla apoyada sobre la mesa, así que cada tanto bajaba sus anteojos hasta la punta de la nariz, y se dejaba tentar por la curiosidad.
Pasó un rato largo hasta que volvieron a encender la luz, y otra vez oyó la risa despreocupada de la turca meciendo en cascada  los rulos de la nuca, mientras el hombre desnudo aún, caminaba hacia afuera de la habitación.

Si no fuera que tenía apuro por la entrega del tailleur, se hubiera quedado el día entero espiando... ¡Qué asco! Esa turca inmunda y falsa que engañaba a todos con su porte de señora y ahí estaba, fregándose entera en el cuerpo de otro hombre...
De pronto, una mezcla de humores se agitó en su cuerpo y ya no supo donde quedaba la ira y donde el estrógeno enmudecido de su cuerpo. Sintió pudor y malicia al mismo tiempo. Pudo imaginar los gemidos, la alegría incontenida, el entrechocar de esos cuerpos disfrutando de alguna manera lo que a ella se le hizo olvido y polvareda y hojarasca enmohecida... Sintió envidia y rencor al mismo tiempo. A los 73 años, repasó de golpe y en silencio el páramo de su vida. No hubo soles, ni cerezos florecidos, ni canto de cigarras, ni luna llena amanecida sobre las aguas del río. Solo alfileres, tijeras, agujas e hilos, que a pesar de la jubilación, no podía apartar de su vida para no quedar vacía.
Después, la sucesión de miércoles y viernes fueron dando el mismo resultado, los mismos horarios, el idéntico ritual.
Por más que quería enfrascarse en su trabajo, no podía concentrarse. Iba y venía a cada rato, observando primero por la salita de costura, luego por la ventana del comedor. Podía intuir a cada instante lo que estaba pasando en la casa de la turca.

Catalina comenzó a sentir la necesidad de contárselo a alguien, pero a quién? No tenía amigas, no tenía familiares cercanos a su vida, no hablaba con nadie más que -de tanto en tanto- con la mujer de Pancho, el plomero de la otra cuadra. Sabía encontrarla en la carnicería los jueves a la mañana, y se habían entendido bastante bien desde el primer día que ambas supieron del gusto compartido por la programación de Radio Nacional. La mujer de Pancho seguía un espacio que se llamaba "El libro leído para Usted", y así se enteraba de autores y temas que jamás hubiera sospechado, a no ser por la radio. Después de las 4 de la tarde, había media hora de espacio abierto donde los oyentes podían llamar y hacer sus comentarios.
Catalina hervía de ganas de contar su secreto a alguien. No podía soportar ese bochinche dentro suyo, mezcla de pudores no resueltos y de melancolía por el tiempo que perdió. Qué derecho tenía la turca Carmen de disfrutar de a dos, los hombres        que ella no pudo? Qué pena tan profunda sentía por ese hombre que regresaba del trabajo puntualmente a las ocho y media de la noche, y abrazaba otra vez a la turca por la cintura, y una maraña de rulos de desgranaba entre su pecho, la besaba despacito y desaparecía.

Catalina no podía más. Un día, cuando terminó la programación de las tres de la tarde, llamó a la radio.

- Quiero contar algo que me inquieta-, dijo Catalina disimulando la voz.

- Relacionado con el cuento de hoy?- respondió el conductor del programa.

- Si y no. Usted verá. Se trata de la historia de una vecina y sus infidelidades- respondió Catalina, ahogando sus pasiones.

Así comenzó, y luego se hizo rutina. Los miércoles y los viernes llamaba Catalina a la radio para contar sus chismes. Lo que en un principio fue desahogo, se convirtió en telaraña maliciosa, a la que cada día agregaba un ingrediente especial.
Pasó a ser la novela de Catalina, breve, acaso solo unas palabras cuidadosamente elegidas.

Un jueves se encontró con la mujer de Pancho en la carnicería. Primero con sutileza, más atrevida luego, la mujer comenzó a hablar del tema de los llamados a la radio. Catalina no supo qué hacer. Su vanidad dejó entrever alguna coincidencia, pero rápidamente intentó cambiar el tema. Alguna vez podía llevarse algún aplauso, pero tuvo miedo de ser descubierta y pasar por demasiado antigua. Tal vez, en estos tiempos, eso fuera lo de menos...
La mujer de Pancho continuó, inquisidora. Quería averiguar detalles del hombre, saber más datos de la turca. Por algún motivo, la voz de Catalina le sonaba tan parecida a la de los llamados...

Dos jueves más se encontraron después de aquélla vez. Pero Catalina no podía dar demasiados datos. No podía ver demasiado bien al hombre, sólo de atrás, siempre esos glúteos jóvenes bamboleándose en el andar hacia afuera del cuarto, para desaparecer luego cuando la turca apagaba la luz.
El último jueves notó muy nerviosa a la mujer de Pancho. Quería preguntarle cosas pero era como si no se animara. No tenía dudas que era Catalina la que hablaba a la radio. Por más que Catalina se hiciera la desentendida, había datos muy elocuentes que a ella no se le escapaban. A veces, la radio hacía descargas mientras ella hablaba por teléfono, pero no eran las descargas de la radio... Casi, casi, podría asegurar que eran las descargas del trolley justo a la altura de su casa.

Catalina no podía entender las intrigas de la mujer. Demasiado chusma, pensó. Qué raro. Una mujer joven, bastante ocupada con los niños, con la escuela, con tanta cosa diferente a la historia de ella. El próximo jueves le contaría que era ella. Total, con alguien así podía compartir su secreto.
Un ligero temblor cruzó por su cuerpo al darse cuenta a cuánta gente tendría intrigada con su llamado a la radio. Por fin, alguna vez en la vida, había logrado despertar curiosidad en alguien.

Ese miércoles, el botón del baño de la casa de Catalina perdía como a chorros. Tendría que llamar al plomero, pensó-. Intentó en vano arreglar el flotante, hasta que se dio cuenta que la falla venía de otra parte. Sola no podría. Miró por la ventana de su taller, y vio a la turca en bata desayunando con el marido en la cocina. Pasó por el baño y decidió cortar la llave de paso. Por ahí, con eso era suficiente. Ese día tendría que apurarse con el vestido de fiesta de la señora Constantini. Lo quería para el sábado, sin falta. Llamó al plomero, y atendió su mujer.

- Por favor- le dijo- necesito que me mande a Pancho. Tengo una pérdida en el water.

- Vió que era usted la que habla a la radio?- contestó la mujer del otro lado de la línea-. - Reconocí su voz.
 
Catalina cedió. Después de todo, tarde o temprano se lo contaría.

- Pero mire que sólo se lo cuento a Ud., eh?- recomendó quizás en la esperanza que le hicieran precio en el arreglo.

- Pancho ya sale. Ya le doy su mensaje- dijo por fin la mujer, luego de un buen rato de conversación

Catalina regresó a su costura, no sin antes pasar por el comedor. El cuarto de enfrente aún estaba a oscuras.
Enfrascada en la radio y su costura, no advirtió la hora que era. Fue al baño, y estaba todo inundado. Una catarata manaba de la pared, a la altura del depósito. Impaciente, corrió al teléfono y llamó de nuevo a Pancho.

- Pero cómo, todavía no fué? -dijo la mujer entrecortadamente.

- No. Por favor, mándelo urgente. Se me va a inundar todo el departamento- dijo Catalina preocupada, mientras alcanzaba a ver que se encendía la luz del cuarto de la turca.

- Está bien, dijo la mujer. Veré cómo lo ubico-. Y cortó.

Catalina se había puesto nerviosa. Ahora que le había contado todo a la mujer de Pancho, ya casi no le interesaba espiar a la turca. Ya todo el mundo sabía que era detestable, así que su odio estaba repartido entre todos los que conocían la historia. Pobre turca, si supiera todos los que conocían su secreto... Ni se imaginaría nunca que esta vieja era partícipe de sus inmundicias terrenales. Y ese odio etrusco que le prodigaba, bien merecido se lo tenía por desgraciada.
Mejor sería traer el vestido de la señora Constantini a la mesa del comedor. Allí trabajaría mejor y podría tenerlo listo para la hora de prueba. Eso, mientras el plomero no tomara demasiado tiempo con el arreglo del baño... quién sabe cuánto le cobraría...

De pronto, un movimiento extraño agitó la calma del cuarto de la turca. Se acercó a la ventana y Catalina pudo verla con los senos desnudos, cubriéndose el torso con la cortina. La vio agitarse, quiso ver mejor, y al punto se oyó un disparo. Otra mujer cobró vida entonces en el marco de la ventana, y por un instante creyó que la conocía. Por primera vez vio al hombre de frente, desnudo, pero tan de cerca que solo conoció el pecho y la sombra oscura de los vellos del vientre. El hombre se abalanzó sobre la mujer, ella se deslizó hacia atrás, extendió los brazos empuñando el arma, y otro disparo sonó enfrente. De golpe, un ruido a vidrios rotos estalló por todas partes, y Catalina sintió que su barbilla estaba floja, la boca entreabierta, casi jadeaba de espanto.
Alcanzó a ver una mata de pelo agitándose en el aire junto a algo dentro del cuarto de la turca. Se apagó la luz, y todo quedó en silencio.
Catalina no sabía qué hacer... Sintió ganas de orinar y de pronto recordó que el baño estaba hecho un desastre. Recordó al plomero. No tenía idea del tiempo que esperó. Llamó otra vez, pero no contestaba nadie.

Señora de Constantini? - preguntó por teléfono a las cinco de la tarde. -Habla Catalina de Di Pietro, su modista. Sería tan amable de esperarme por la prueba en su casa?
Tengo una pérdida de agua y el plomero no llega, no se qué pasa...




[i] Cogotudas: dícese de las mujeres de cuello largo porque estiran el rostro para mirar por encima del hombro
[ii] Se quedaron en la vía: quedaron sin dinero, o sin casa o trabajo.
[iii] Calle de Buenos Aires, en la zona céntrica