CUATRO ESTRELLAS
Sarah, la gobernanta del hotel, era
lesbiana. Muy poca gente lo sabía. Ella no se había dado cuenta, porque su
histeria lograba tapar cualquier otro síntoma. El jefe de recepción estaba
preocupado: habían comenzado a desaparecer turistas. Primero, el problema fue
con los empleados del Hotel. Uno a uno, la gobernanta llamaba a su habitación a
los hombres de Mantenimiento, alrededor de las tres de la mañana, pero a la
hora de salida no aparecían. Ella bajaba a recibir las medialunas y el pan con
energía renovada cada día, y un brillo misterioso en los ojos profundos.
Taconeaba marcando el paso por los pasillos, y tenía alborotado a todo el
personal durante todo el día. Se jactaba siempre de su pasado como personal
femenino de las Fuerzas de Seguridad, y tenía a todos guardando la línea. Si
alguien se resistía a sus llamados, al día siguiente era despedido.
Uno a uno, fueron desapareciendo todos
los nocturnos de la sección. Después, comenzó a llamar a los encargados del
bar. Ya no quedaban hombres trabajando en el Hotel. Y las mujeres estaban
desesperadas, soportando el maltrato. Cuando desapareció el empresario de
Mendoza, nos llamó la atención: no era gente de irse sin pagar. Dos días más
tarde, no bajó a desayunar el viajante de la 214. Cuando vieron salir la
ambulancia del garage con el metalúrgico de la 318, todos supieron que el pobre
hombre ya era eunuco. La mucama encontró su cama tendida, y unas gotas de
sangre en el piso del baño de Sarah.
Después de ese episodio, Sarah salió
con un bolso en la mano y una sonrisa triunfal en la mueca de la cara. Dijo que
iba a visitar a su familia, pero no volvió más.
El gerente estaba preocupado. Hablaba
poco, casi nada. Comenzó a llegar cada vez más tarde, y en su rostro se
adivinaba toda una noche en vela. Para colmo, venía desprolijo, sin afeitarse.
A todos comenzó a llamar la atención su conducta, cada vez más taciturna y
retraída. Hasta que un día, pidió que abrieran la habitación de Sarah, pero la encontró vacía. Recorrió cada rincón,
buscando algún atisbo de la gobernanta, pero todo estaba ordenado y solitario.
Un escalofrío inquietante recorrió sus fibras, al sentir su olor rebotando
entre las paredes del cuarto. De un instante, recordó las horas interminables
en que sació su hambre de pasiones entre los pliegues de esa cama ahora tan
pulcramente tendida. Un dejo a nostalgia se escurrió por su garganta y de
pronto, sintió que sus manos estaban húmedas. Tan húmedas como el sexo de Sarah
temblando con sus caricias, pensó. Y de golpe, se dió cuenta de cuánto la
extrañaba. Un demonio apesadumbrado bailoteó entre sus párpados de repente, y
tuvo ganas de compartir con alguien su impotencia. No sabía qué decir... Se
sintió atado de pronto a ese pasado tan inminente e inseguro, que como un eco
insolente se estrellaba por todos los rincones del cuarto vacío de la
gobernanta. Cerró la puerta tras de sí, y se dejó estar. Si su mujer hubiera conocido su historia apasionada con
Sarah, hasta sentiría el alivio de la pena compartida. Pero esta soledad de Sarah
se le hacía insoportable. Le cabían todas las preguntas en una mirada, por
todas las formas vacías de silencio. Por la ventana entreabierta del sexto
piso, vió una vez más como se recortaba la sierra yerma sobre el cielo diáfano,
como tantas otras tardes lo contemplaba con la cabeza rendida sobre el vientre
de Sarah. Volvió a sentir en la profundidad del alma el aroma húmedo de cada
repliegue de su cuerpo llamándolo al
placer robado cada tarde. Pero ella no estaba. Un sentimiento de tristeza y
abandono lo impulsó a salir del cuarto, con las manos vacías, con todo su ser temblando de impotencia. Como un último
impulso de encontrarla, abrió la puerta del placard, y de la única percha de
madera, vió que colgaba una vagina.-
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