Todos los días, cuando estoy lejos de la máquina y de
la página, tengo mil ideas para comenzar a escribir y así hacer que los días no
se sientan tan vacíos. Sin embargo, doy vueltas y más vueltas pensando en cuál
será la mejor historia de todas las historias que me acribillan la mente para comenzar a contar sin que me
aburra a mitad de camino, o me quede prendida de algún fantasma que agobie mi
espíritu más allá de lo que luego pueda soportar.
Y ya está. Ya no tengo más la página en blanco.
Ahora, la cuestión será seguir llenándola de frases
coherentes que no sólo me llenen de vida a partir de los recuerdos, sino que no
vuelva a sufrir recordando cada manotazo de tristeza que me propinaron cada
año, cada día, a cada rato.
Cómo comenzar a desandar la historia para atrás pero
mirando hacia delante, como si la reina madre estuviera en el frente de mi
vista y no pudiera darle la espalda yéndome? Cómo puedo hacer para recordar
cada uno de mis sueños y mis pesadillas haciendo de mi escritura un tumulto de
emociones inscriptas en los meandros de mi mente. Allí donde se escabullen mis
temores cuando me aferro a la cordura para no caer en el abismo de mi tortura,
de esta obsesión que se agiganta cada vez que no puedo controlar el miedo visceral
de cada historia que me invento porque pareciera ser que no me sirve esto de
vivir sin dolor.
Pareciera ser que la mente se acostumbra al impulso de
latir con fuerza cada flujo de la pesadumbre. Que la hormona del dolor queda
generando el producto de su memoria y de repente me doy cuenta que por más que
quiera aferrarme a la verdad, es difícil encontrarla. Cada uno la interpreta
como puede, como le sale, con la fuerza de su capacidad de entendimiento, con
la hormona que le funciona en ese preciso momento en que tiene que decidir si
creer en esa verdad o es verdad porque cree en eso que le están diciendo. Y la
subjetividad se desgrana en cada acto a pesar de creer que estamos contando lo
que vemos de la manera más fehaciente que se crea querer y poder hacerlo, pero
de repente ahí está, otra vez la verdad a
medias de no saber si la realidad existe o la inventamos.
Pero no, a veces la imaginación se presenta como un
dejà vu que intenta avisar para que el sopapo no sea tan fuerte, para que la
muerte vestida de soldado venga a buscarnos después del mediodía y una paloma
hambrienta picotee el vidrio de cualquier ventana hasta lograr desvanecer la
quietud de este remanso que nos da la vida hasta la próxima vez que quiera
llevarse a alguien sin aviso.
Mónica es delgada, frágil, morena, delgada. Por alguna
razón el inconsciente quiso repetir esta palabra Acaso sea su delgadez lo que más ha llamado
mi atención, en un imaginario sístole que alcancé a verla a contraluz, pero a
pesar de la delgadez y su fragilidad, la adiviné con la fortaleza de los
espíritus fogueados por una vida en el interior del interior.
Tiene una fortaleza plagada de virtudes que nos lleva
a pensar en su armadura interior mucho más fuerte y duradera que la de muchos
que nos mostramos fuertes sólo para que los demás lo crean.
En este desquicio organizado que nos toca vivir por
estos días, por estos meses, por este trienio que nadie imaginó cómo sería,
venir a trabajar todos los días tiene el sinsabor de una letanía. No importa
qué hagamos, si hacemos, si no hacemos, si tenemos la voluntad de parapetarnos
en la creatividad y desde allí dar el salto hacia la actividad o cruzarnos de
brazos y esperar que nos digan qué hacer. Venimos porque el hombre se
acostumbra a cumplir o a no cumplir, según el mandato recibido, la educación
implantada como el pivote de una pieza dentaria que a veces acepta el material
y otras veces lo rechaza, y la cirugía es costosa, tan costosa como el tiempo y
el esfuerzo invertido en la educación de cada uno, pero parece que se rechaza
mucho más la cirugía dentaria que la de las almas. O hay muchos menos implantes que educandos y
educadores, vaya uno a saber... no, no. Saber sabemos. Claro que sabemos. O
creemos. Creemos que sabemos. Y otra vez la disyuntiva de la verdad de la
realidad o la realidad de la verdad. Entre los que creemos que la gente se
educa desde la casa o la escuela ayuda a ayudar, también creemos que la
educación es perenne, perpetua, una hiedra que
crece hacia el infinito, acrecentando su crecimiento día a día hasta
hacernos comprender que no cejará en el intento de seguir trepando el muro, el
árbol, prendiéndose a la pared a pesar de los revoques, y seguirá siendo
impartida aunque el sujeto no la reconozca.
Qué verdadero misterio esto de saber que la educación
existe pero no es igual para todos, que no todos aprehenden los conceptos de la
misma manera y con la misma intensidad con que se imparten, y que a pesar de lo
que se imparte, tampoco llega de la misma forma y con la misma intensidad al
intelecto de cada uno.
Y otra vez Mónica en mi mente porque la sorpresa del
dolor muchas veces agiganta inconmensurablemente el dolor en si mismo y la
comprensión se hace difícil porque el pecho se cierra a la sinrazón de no
querer aceptar lo que por ahí presentimos sin previo aviso, simplemente porque
de repente miramos y vemos para adentro un poco más.
Mónica frágil, Mónica alegre, Mónica envuelta en su
sensualidad de menos de cuarenta, figura espigada, melena morocha renegrida
dando marco a una cara demasiado grácil para ser de adentro, del interior del
interior.
A pesar de los estudios, de la preparación, de la
oportunidad que da la vida de poder incrementar el conocimiento cuando la
educación fue forjada desde el interior de la propia familia, cuando decir
familia significa mesa compartida con padre, madre, hermanos con la misma
mirada interior, con el mismo código familiar, con la misma promesa de saber
que nacimos para cumplir con la misión que nos fue encomendada desde el vientre
y luego se forjó a fuerza de compartir mensajes, códigos, ejemplos, razones que
le fueron dando marco a la vida para dignificar el nombre, la progenie, la
familia, la ascendencia y descendencia de la misma manera con que se reparte el
pan entre los discípulos en la Última Cena. Y yo no estoy segura que Mónica
comparta la idea y la filosofía y la esperanza del reparto del pan y la
santificación del vino, pero de cualquier manera siento que la cuestión pasa
por una comunicación espiritual que se unifica en el criterio de la fe, no
importa el nombre, no importa el camino elegido, no importa si leeremos la Biblia en el Salmo del
Antiguo o del Nuevo Testamento.
Pero así fue.
Había un brillo anodino en su mirada, algo que no
podría explicar si estaba o lo inventé. Hablaba entrecortada, como dejando en
suspenso cada frase, no se si porque no quería que los demás escuchen o porque
dejaba librado al azar el hecho que cada uno interprete lo que pueda, lo que
quiera, y así de repente la responsabilidad era menor, menos comprometida, más
soslayada en el intento de decir algo pero no del todo, por una cuestión de
costumbre o por la responsabilidad de no sentir.
Había un brillo seco, disecado acaso por la premura
interior de correr a algún llamado que nadie más que ella en aquel momento pudo
escuchar que la llamaban con la fuerza última del que se está yendo, y la
página en blanco de este día se cubrió de sombras con un raro estupor cerca del mediodía.
-
Me voy, dijo. Tengo sed. Tengo dolor en la boca del estómago.
Quiero tomar un té. Te espero en la oficina.
No entendí por qué. Tanta premura. Tanta ausencia en
la palabra yerta de expresiones que intentaba zafar de un compromiso inventado
para prolongar el tiempo de la nada cotidiana.
Partió tras el viento. Un viento helado de principios
de otoño se llevó junto a las hojas secas
de los plátanos y los olmos de la vereda, la figura pequeña y trémula de
Mónica corriendo tras el llamado agónico en el único sonido que pudo escuchar
dentro suyo, el llamado inconsciente de lo que nadie le había dicho, pero ella
ya sabía.
Mónica frágil, Mónica fuerte, Mónica niña, Mónica
madre, Mónica esposa.
En comunión tan íntima que palpitó la fuerza del
llamado del hombre cuando cayó en silencio, solitario, con la escasa fuerza que
le dejó el aliento de recomendarle apenas las últimas demandas para cuando ya
se fuera…
Cuando llegué ya no estaba. Un rumor a cosa extraña de
silencios ensortijados en baladas de llanto y sufrimiento me contó que el
hombre estaba enfermo, internado entre las sábanas acaso más tibias que
preceden a la mortaja. En la soledad del cuarto, apenas una plegaria de
despedida susurraba entre sus labios dejando las consignas para lo que
sobrevendría, los dos sabían cómo era esto de las despedidas.
No había mediado palabra para refutar el sino.
No había mensaje correspondido.
Sólo las almas que juntan sus alas de muselina en el
espacio compartido por la alegría, saben del dolor de la partida. Saben el
momento exacto en cuanto deben decirse las palabras precisas.
Se miraron desde la comisura del abismo. Ese aletargado
misterio de las despedidas, en el momento justo cuando las alas comienzan a
replegarse para alisar las galas que deberán abrirse paso entre la pasión
y la ternura, la congoja y la espesura
de tanto dolor cuajado en unas pocas lágrimas que apenas asoman y ya no están,
no deben mostrarse, no es posible dejar al otro con la angustia que los dos
saben que será el sufrimiento por tanto duelo compartido.
De tener que irse.
De tener que quedarse.
De quedarse solo cada uno de una soledad distinta.
Cada uno con su soledad a cuestas, acaso más fría la
de uno que la eterna del otro hasta cuando vuelvan a verse, a encontrarse en el
absurdo paisaje del universo entregado para el reencuentro.
Ya no queda página en blanco.
Está todo escrito.
La primera lágrima se ha convertido en llanto, y el
grito desgarrador de la garganta ya no logra anidar en el medio del pecho
destrozado por la angustia.
El pecho que cobijó la fez pesada y cansina de haber
sido padre antes que marido, amante después de tantos hijos, padre del hermano,
hijo de sus hijos. La fez que agotó en su ensueño los sueños recorridos, y
suspiró entrañable la juventud desatada en ese pelo renegrido.
No supe nada del hombre.
Ahora, cuando la página ya está surcada de infinitas
hormigas desparramadas por hileras blanquecinas, siento rumores de viento
acurrucado en los postigos de unas ventanas abiertas esperando cada día.
La página se va escribiendo con el decir de la espera.
Pero ese día, la tristeza de Mónica sabía que no
habría ni página ni blanco, ni suspiro que llenara de poesía la mágica
presencia del hombre entre sus vísceras. La llamó clamando por su presencia.
Hizo que regresara, la esperó con la paciencia de los siglos.
Tuvo tiempo de despedirla.
De decirle cuánto la amaba.
Del cuidado de los hijos.
La página quedó cubierta de borrones y suspiros.
De vez en cuándo una lágrima corre por sus mejillas.
Apenas rubor de ensueño su recuerdo enardecido. Apenas almibarada su mirada al
infinito. Tanto dolor en la sangre. Tanto harapo en la carne dolorida por el rasguñar
del tiempo que a veces parece eterno y llama por la tardecita. Con toques en
las ventanas, apenas golpeando el vidrio, como si el pico del ruiseñor llamara
por la visita.
Y ella sabe que es él. No tiene duda. Lo invita.
Con su recuerdo.
Con sus fantasmas.
Con el planear de futuros acaso desconocidos.
Con el dibujo de rumbos que van para cualquier lado,
hasta encontrar el camino.
Mónica solitaria.
Mónica con sus hijos.
Mónica y la simiente que le dejó el paraíso de haber
conocido un hombre que dibujó su destino.
Ahora, cuando la tarde se cubre de nubarrones de
estío, los penachos de acacias blanquecinas caen sobre sus ramas desbordando
primaveras. La vida recomienza en un cántico de mil flores descubriendo el
paisaje de cada día.
Ahora, cuando la tarde se alarga para recuperar el
día, una pausada tortuga retoma su aliento adormecido. Despacio, con el lento
presagio de desandar letargos, otra vez tomará el alimento de la vida.
Ahora, cuando vaya curando sus heridas, la página
pasará otra vez a cubrirse de blanco, y será la hoja en que escribirá la otra
parte de la historia de su vida.
Con machucones de esperanza.
Con rezagada tristeza.
Con fortaleza enardecida.
Con vida.
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