LAURA,
MI AMIGA.
No se qué decirte.
Que te extraño.
Que te busqué en la plaza
de esta tarde, con este sentimiento inocuo de buscarte porque si, porque no me
acostumbro a pensar que te fuiste sin siquiera despedirte.
Acaso como fue tu vida de siempre, en el aparecer pendular de tu
presencia que se ocultaba de repente porque estabas triste, por tu angustia
duradera a pesar de tu inquietud por hacer de tu vida algo más que el telar de
artesanías donde nunca lograste entrelazar tus sueños.
Pero te fuiste.
Y yo me embarqué en el velero de la duda preguntándome mil veces
si hubiera podido retenerte. Si hubiera logrado hacer que te quedaras aún
cuando tus ojos se apagaban cada día un poco más en la amargura solitaria de tu
juventud sin compartir.
De tu miedo perpetuo a no poder perpetuarte en hijos.
En tu enfermedad constante que se iba quebrando en lirios de
muselina con el paso de los días.
En tu no poder quedarte ni un solo momento quieta, porque la
quietud detiene el devenir de la vida.
Contradicción.
Contradecirte una y cien veces en tu pasado infeliz; que no lo fue
por alcohol, no por drogas, no por sexo en demasía, pero te comía la insulina
en cada jeringa que quedaba vacía, y vos por un rato menos vacía, o más vacía,
ya no lo se.
O más llena de tristezas.
O más carente de fuerzas.
O más repleta de ideas que bullían en un corazón empecinado a no
agrandarse más. Porque ya no se podía. Porque de todo lo que dabas, de todo lo
que diste, siempre quedó la marca en tu corazón, o tu corazón impreso en otro
sello, en el del que recibía.
Laura.
A qué buscarte.
Si la ciudad ya no te nombra.
Si la ciudad sin Laura perteneció siempre a los catafalcos de
libros de todos y de nadie en la noctámbula Avenida Corrientes, de este Buenos
Aires que te quedaba chico, te oprimía.
A qué buscarte en el florista de la puerta de tu casa, que cada
vez que me encuentra mira en mis ojos la soledad de tu partida. Y ya no le
alcanzan los jazmines para endulzar mi recuerdo. De tantos recuerdos tristes me
he quedado sin jazmines. Y la noche de Buenos Aires era una excusa oscura para
alejar tus penas en la calles sin penumbras.
Y caminar tus calles, y repisar tus pasos, y encontrar el eco de
tu amistad compartida. De tu mirarme desde el fondo de tu identidad perdida; de
tu caminar ligero, sobre las veredas rotas y tocar el timbre, queda, esperando
ser recibida con la cabeza chorreando, empapada de neblina.
Laura.
No puedo entender tu ausencia.
No puedo esperar que vuelvas, y te busco en cada voz que resuena
en mis esquinas, donde te busco y no te encuentro, donde te encuentro sin
buscarte, porque estás en cada cosa que tocaste y me quedó de todas las Lauras,
la mejor. La de mi mente. La de mi corazón.
La del recuerdo.
La del pensarte sin olvidar jamás de tu miedo por tener que irte
un día y no encontrarnos más, café por medio, a través del humo que te comía
los pulmones pero calmaba tu ansiedad.
Una ansiedad poblada de fantasmas que divagaban por manicomios blancos
donde todas las puertas se abrían a tu
sueño, y no supiste entender que era la eternidad.
Tenías miedo a las heridas que la gente hace a la gente porque es
así, a quién le importa encontrarte tirado y vencido, sin ganas de luchar. Y
ver pasar los días, hasta los años, quizás, con una rutina perenne de eucalipto
plantado al azar.
Y sentir tu soledad.
Y medir tu miedo.
Y aplacar tu mal.
Y buscar tu mano y ayudarte a dar. Y correr el riesgo de golpear
tu puerta y encontrarte mal.
Y verte.
Y hablarte.
Y ayudar a ayudarte.
Y leer juntas a Adán Buenosayres, y a Benedetti porque daba ganas
de pelear. De jugarse a la vida, de animarse a recorrer los caminos que tus
treinta años de vivir peleando, te hicieron dura en tu dureza, cayo de hiel que
resbalaba arena y no te dejaba prender del que querías, por las dudas.
Porque a lo mejor, fallaba.
Laura.
Por qué?
Ahora, mientras afuera el viento arrulla un sueño de torcazas, veo
una hoja de papel amarillento como el tiempo que a la deriva vuela. El parque verde
va acostumbrándose al otoño imperturbable, que lentamente irá cubriéndolo todo.
Los árboles y el pasto, las hojas y los pájaros, y hasta el color del sol será
un color de otoño cuando el olor de la tierra anuncie su color.
Sin embargo, vacía estoy con el lenguaje de tu ausencia. Como en
Mayo 27, te acordás?
He quedado vacía de tu hoy, vacía de tu esencia, rumor de pasos
huecos en el pasillo de tu casa, de mi casa, del recuerdo.
He querido decirte tantas cosas, pero sólo me sale al encuentro un
gusto amargo en la comisura de mi boca.
No he podido contarte del enjambre de abejas pequeñas que descubrí
en un paseo, y ahora lo siento aquí dentro, en el lugar donde mi alma le cedió
espacio al tiempo.
He querido decirte que miré al cielo de Buenos Aires una tarde y
el sol de invierno en las sombras de los árboles me devolvió tu silencio. Y
sentí que me perdía en una ciudad tan grande, que me dejó sin vos, mi amiga en
la esperanza, mi hermana en el dolor.
Después pasé por la plaza. Esa plaza de invierno, de juegos para
niños, de jubilados sin ritmo, de sol blanquecino en las hamacas y en los
triciclos.
La plaza donde vos llevabas a Victoria (qué contrasentido! Ni
siquiera ésa fue tu victoria). Y yo paseaba a mi hijo.
(Qué habrá sido del padre de Victoria cuando terminó la represión,
el punto final, el nunca más, todo eso…!)
(Qué será de Victoria ahora, a más de treinta años de aquéllos
días de sol y paseos en la plaza…)
Mi hijo, Laura. Que vos mirabas celosa, que sostenías en
bamboleante cadencia de pasos primerizos, que vos cuidaste afanosa, por
presentir que no tendrías un hijo.
Mi hijo, que aprendió a caminar el día que vos partiste.
Yo, que abrí mi mano para que él aprendiera a dominar sus pasos.
Vos, que abriste tus manos al amparo de Dios.
Ni siquiera se si te acordaste de Dios en ese instante.
Ni siquiera se cuál fue tu Dios, a lo largo de tu vida. Y sin
embargo, me quedé con tu Cruz…
Ahora, mientras siento el otoño en el canto quedo de los mirlos,
otro gusto amargo se filtra por el surco de mi cara. Apenas un profundo embargo
por la soledad de tu partida. Como si resultara escaso. Como si fuera poco eso,
para saber que no estarás más.
Una angustia perpetua en la salacidad de mi retina empecinada en
recrear tu imagen cada vez que el recuerdo te trae a mi cabeza, y mi mente
queda chica para albergar tanto recuerdo.
Laura.
Me acuerdo de tus manos.
Me acuerdo de tus pasos por el corredor del tiempo.
Me acuerdo de tus ojos sacudidos de llanto bajo tu pelo lacio,
porque te daba lástima el sufrimiento del mundo y de la gente inocente, que no
tenía idea del mandato pérfido de sufrimiento de aquellos días.
Me acuerdo de tu llanto por tenerlo todo y estar vacía al mismo
tiempo.
Ahora, mientras una tímida araña entreteje despacio la razón de su
vida, a través de mi llanto puedo ver la perfección de su tarea. Para eso nace.
Y lo acepta. Tal vez, porque no sabe de otra cosa más que de moscas y de
insectos, de huevecillos y de hijos. Sus hijos. Los hijos de la araña. Como
cualquier hijo.
Yo, pobre yo que aprendí de letras y derechos, no logro hilvanar
la imperfección de mi existencia.
No puedo acostumbrarme a la soledad de mis diálogos sin vos.
No puedo comprender que los huecos de la gente que queremos no
vuelven a llenarse con más gente.
Me cuesta aceptar lo que conozco. Me cuesta reconocer que el polvo
que se lleva el viento no vuelve a reunirse en el mismo cuenco.
Que la vida siempre nos deja imágenes vacías.
Que las formas se derriten en el crisol de la vida misma.
Que el huso volverá a entretejer la fibra, quedamente, hasta que
de vos no quede más que una pálida sonrisa evocando el ayer de tu amistad,
paloma al vuelo en aleteo de plumas blancas en busca de tu ansiada libertad.-
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