LLÉVAME A VERLAS
Una
fría neblina llegaba desde la bahía atravesando los bosques. El mar estaba
triste, como de hastío y temblor. Las gaviotas pasaban planeando quedas, leves
cometas de niños en la plaza del pueblo.
Margot estaba sola.
Sola de todos los silencios.
Sola de todos los amores.
Caminó sin prisa sobre los guijarros,
agachándose a veces para recoger alguna concha.
Quería huir de ese pasado que -sin
embargo-la acompañaría a todas partes. La arena se pegaba en las piernas como
el pasado se encaramaba a su espalda sin pudores.
Margot sabía ya de todo esto pero
igual necesitaba huir. Pasó la mano sobre la piel de sus pantorrillas y alcanzó
a desprender una mezcla de arena gruesa y conchillas que apenas lastimaban su
piel. Le pareció que alguien venía corriendo detrás suyo, pero intentó
disimular su curiosidad.
Tenía frío en la piel y en el alma.
Para qué distraerse? Nadie vendría a abrigarla. La desilusión corría por todos
los rincones de su itinerario. Tenía amarga la boca de todos los sabores. Para
qué sentir?
La brisa ya era viento cargado de
neblina, que no le dejaba ver el
bosque. Su cuerpo estaba ausente, envuelto en un corset de melancolía que a
veces la hería hasta el dolor. Para qué vivir?
Miró hacia el mar y en ese instante,
una gaviota en picada cruzó las coordenadas de la tierra y se internó en el mar
por su comida. Un pequeño calamar agitaba sus tentáculos en el aire mientras
duró la efímera ceremonia del banquete. Se detuvo un momento al observar la
rutina de los siglos, y de golpe -a sus espaldas- se dio cuenta que pasaba
alguien. Recordó que alguien corría por la playa, detrás suyo.
El se detuvo, movió la cabeza con
lentitud, sonriendo y sudando.
-Hola, dijo displicente.
Era hermoso. Joven y apuesto como
hacía tiempo no veía a nadie. Un hoyuelo atrevido se dibujaba a cada lado de su
boca, insinuante.
Hermoso, pensó Margort mientras corría
un insistente mechón de su pelo que se prendía -atrevido- de lo poco que
quedaba de su sonrisa.
De golpe, se dio cuenta que estaba
despeinada y sin pintura. Una mueca de coquetería en su piel cansada de llanto, la devolvió a
la vida.
- Viste las focas recién paridas al
otro lado de la bahía?- preguntó él, mirándola a hurtadillas, jadeante aún por
su trote.
Y ella sintió la invitación a la vida
sin tapujos, sin oscuras consecuencias. Midió en silencio la profundidad de
aquéllos ojos, y acomodándose otra vez el pelo, se escuchó decir como en
susurro:
- Muy bien: entonces, llevame a
verlas.
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