miércoles, 24 de febrero de 2016

llévame a verlas

LLÉVAME A VERLAS

Una fría neblina llegaba desde la bahía atravesando los bosques. El mar estaba triste, como de hastío y temblor. Las gaviotas pasaban planeando quedas, leves cometas de niños en la plaza del pueblo.
Margot estaba sola.
Sola de todos los silencios.
Sola de todos los amores.
Caminó sin prisa sobre los guijarros, agachándose a veces para recoger alguna concha.
Quería huir de ese pasado que -sin embargo-la acompañaría a todas partes. La arena se pegaba en las piernas como el pasado se encaramaba a su espalda sin pudores.
Margot sabía ya de todo esto pero igual necesitaba huir. Pasó la mano sobre la piel de sus pantorrillas y alcanzó a desprender una mezcla de arena gruesa y conchillas que apenas lastimaban su piel. Le pareció que alguien venía corriendo detrás suyo, pero intentó disimular su curiosidad.
Tenía frío en la piel y en el alma. Para qué distraerse? Nadie vendría a abrigarla. La desilusión corría por todos los rincones de su itinerario. Tenía amarga la boca de todos los sabores. Para qué sentir?
La brisa ya era viento cargado de neblina,       que no le dejaba ver el bosque. Su cuerpo estaba ausente, envuelto en un corset de melancolía que a veces la hería hasta el dolor. Para qué vivir?
Miró hacia el mar y en ese instante, una gaviota en picada cruzó las coordenadas de la tierra y se internó en el mar por su comida. Un pequeño calamar agitaba sus tentáculos en el aire mientras duró la efímera ceremonia del banquete. Se detuvo un momento al observar la rutina de los siglos, y de golpe -a sus espaldas- se dio cuenta que pasaba alguien. Recordó que alguien corría por la playa, detrás suyo.
El se detuvo, movió la cabeza con lentitud, sonriendo y sudando.
-Hola, dijo displicente.
Era hermoso. Joven y apuesto como hacía tiempo no veía a nadie. Un hoyuelo atrevido se dibujaba a cada lado de su boca, insinuante.
Hermoso, pensó Margort mientras corría un insistente mechón de su pelo que se prendía -atrevido- de lo poco que quedaba de su sonrisa.
De golpe, se dio cuenta que estaba despeinada y sin pintura. Una mueca de coquetería  en su piel cansada de llanto, la devolvió a la vida.
- Viste las focas recién paridas al otro lado de la bahía?- preguntó él, mirándola a hurtadillas, jadeante aún por su trote.
Y ella sintió la invitación a la vida sin tapujos, sin oscuras consecuencias. Midió en silencio la profundidad de aquéllos ojos, y acomodándose otra vez el pelo, se escuchó decir como en susurro:
- Muy bien: entonces, llevame a verlas.


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